El maroteo como placer exótico
César Nicolás Penson Paulus
Ninguna fruta resulta más sabrosa que aquella “maroteada”. Esa, la que tiene dentro el gusto profundo de la “aventura” y el “sutico” de adentrarse en terreno ajeno y “treparse” en una mata que otro sembró y cuidó, en provecho del paladar propio y devorar subrepticiamente sus frutas. La Real Academia no recoge el verbo, pero el diccionario de dominicanismos lo define: “Se refiere a la acción de buscar, recolectar, “tumbar” y consumir los frutos de un árbol que usualmente se encuentra dentro de una propiedad…”.
Más difícil resulta definirlo que ejecutarlo, si las hormonas juveniles están presentes en el “sujeto” de la acción. Si a más de la conciencia de estar en terreno ajeno, “gabiao en el cojollito”, la propiedad tiene guardián o perros que la cuiden, la aventura tiene ribetes de asuntos mayores. En el Santo Domingo romántico de los 50, las zonas clásicas de maroteo eran la Universidad (todavía no era “autónoma”) con sus mangos y cajuiles y Mata Hambre, zona que la ciudad urbanizada se ha tragado, con extensa diversidad: limoncillos, guayabas, mamones, naranjas, limones dulces y hasta caimitos. En Gascue había muchos perros…El casco urbano de “Ciudá nueva” ofrecía en sus patios un diverso menú de frutas, alcanzables desde sus techos, unidos y de relativo fácil acceso para los criados en esa zona. Limoncillos en el patio de Doña Oliva, que alcanzábamos desde el frágil techo de zinc de la construcción del fondo de la casa de Doña Angelita; las manzanas de oro de la casa del techo rojo, que obligaban a malabares para alcanzarlas; almendras del patio de los Mejía empujaban a aventuras colectivas de la muchachada. La farmacia de Fito Rodríguez, en El Conde, su dueño por demás pariente cercano de mi padre, tenía en su patio el tesoro de una mata de “cajuilitos solimanes” de exquisita dulzura y brillante color rojo, que los domingos quedaban a merced de los que lográbamos escalar, por patios vecinos, las altas tapias de dimensiones coloniales. Guardo cicatrices de una caída, de cabeza, “cogiendo” jobos en ramas “quebradizas” y frágiles en una casa vecina. Las guanábanas, manjar escaso, por las dificultades para penetrar a patios, sin ser detectados y que en ocasiones obligaban a acciones de distracción o a determinar cuándo la gente de la casa no estaba. Los cocos no entraban en el menú del maroteo, dada la dificultad de “gabiarse” y la de explicar “guayones” en pecho y entrepiernas, tratando de escalar a sus alturas. Cuánta ropa manchada y rota en esas “misiones” al margen de las miradas de padres, y vecinos prestos a decir: “Se lo voy a decir a tu papá”, lo que equivalía a una pela segura, toda vez que las personas de entonces gozaban de “fe pública” y superconfianza familiar. Protegidos por la “misericordia de dió” los muchachos “trepan”, “gabean” y se “jondean” de alturas inimaginables, todo por una fruta “maroteá” de sabor inigualable. La “modernidad” casi ha aniquilado ese exótico placer.
Fuente El Caribe