Nicaragua, potencia en violación de derechos humanos

Foto del 15 de julio de 2018 de un joven protestando contra el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, en apoyo a la ciudad de Masaya que fue atacada por la policía y grupos paramilitares pro-Ortega en Managua. (Juan Carlos para The Washington Post)

Por Wilfredo Miranda Aburto

Washington Post

26 enero 2023

Romper un récord, por lo general, se asocia con algo bueno. “Obtener el mejor resultado”, apunta la definición. Pero cuando se trata de Nicaragua, el país gobernado por la pareja dictatorial de Daniel Ortega y Rosario Murillo, todo significado se torna contrario, para peor. Recientemente, el país apareció en las noticias por romper el récord de violaciones a los derechos humanos en 2022.

Primero las cifras: de acuerdo a la organización Raza e Igualdad, la dupleta Ortega-Murillo apresó en 2022 a 235 personas por sus ideas políticas. Un número solo superado por los 674 casos de presos políticos en 2018, cuando estallaron las protestas sociales que fueron brutalmente reprimidas por fuerzas policiales y paramilitares sandinistas. Desde ese año convulso, esta nación centroamericana ha quedado sumida en una crisis sociopolítica, marcada por una espiral represiva de corte totalitario y de partido único.

El Parlamento y el Ministerio de Gobernación sandinista aplicaron una “política de tierra arrasada” contra la libertad de asociación. Un cementerio de más de 3,000 organizaci0nes civiles clausuradas, cuyos bienes han sido confiscados. Mientras que la libertad de prensa sufrió más de 700 agresiones, aparejado con el cierre de 31 medios de comunicación independientes (en su mayoría comunitarios y administrados por la Iglesia católica), y el exilio de otros 100 periodistas. A la postre, el sistema migratorio se ha encargado de poner alambradas en todas las fronteras del país con la decomisación de pasaportes, destierro o impedimento de ingresar o salir del país a sujetos considerados “golpistas”.

Lo más visible en las cifras, por el abultamiento y el reguero de muertos que va quedando a lo largo de México y en el fondo del Río Bravo, es el éxodo de nicaragüenses huyendo hacia el norte. Al menos 328,443 ciudadanos y ciudadanas salieron del país. En otras palabras, 4.9% de la población de Nicaragua, calculada en 6,664,400 de habitantes. Según Raza e Igualdad, la de 2022 es “una cifra que supera los 161,269 que salieron en 2021, cuando también se había marcado un récord en el historial migratorio de Nicaragua”.

Ahora la realidad, cómo se siente en Nicaragua y el exilio: suele suceder que las crisis sociopolíticas que se alargan pierden interés, sobre todo para la comunidad intencional. Por debajo del cúmulo de cifras que dimensionan, la realidad diaria de los afectados va mutando, se acomoda. Un ejercicio constante de sobrevivencia que suele generar un velo de pretendida “normalidad”, de la cual el régimen saca mucho provecho.

Si un extranjero logra llegar a Nicaragua, aparte del pesado estado policial en las calles, verá ciudades más despobladas pero que funcionan. Bares con gente tomando ron y cerveza, comprando en los mercados, en estadios de béisbol, niños en escuelas, jovencitos (menos eso sí) en universidades, buses y un etcétera de “normalidad”. Sin embargo, no hace falta hurgar mucho para ver a través de ese velo. Empieza con el terror generalizado a expresarse. El ciudadano sabe que una queja contra el régimen conduce a prisión. Un hartazgo por el alto precio de la canasta básica. La decepción de no tener universidades donde estudiar sin ser controlado por el oficialismo. Un país donde las dos últimas elecciones han sido “una farsa” para consolidar un régimen de partido único, con los 153 municipios ahora gobernados por el Frente Sandinista. Un sitio donde profesar la religión católica es perseguido.

Estacionamientos de gasolineras en la capital que durante las madrugadas se llenan de personas que parten en “excursiones” por tierra hacia Guatemala, donde brincan a México en su desesperación por llegar a Estados Unidos. “Vivir en un país así no es vida”, suelen decir los chicos que se van cuando los entrevistamos. Nicaragua es un país en fuga, sin proyección ni esperanzas sobre todo para las y los más jóvenes.

El éxodo ha sido tal que los mataderos se han quedado sin destazadores; en el campo las mujeres están arando las parcelas debido a que los hombres escasean. Se han ido albañiles, carpinteros, plomeros, armadores, ingenieros, topógrafos, ingenieros… mano de obra que al sector construcción, uno de los más pujantes históricamente de la economía, le hace falta. Y así sucede en otros sectores productivos. Un éxodo que el gobierno no reconoce porque —vaya habilidad de los autócratas— sacan rédito de ello. Los que se van envían remesas familiares a los que se quedan casi de inmediato, semanas o meses después de que logran establecerse en el extranjero. Es una ganancia perversa: el dinero de las remesas alivia a unas 850,000 familias y también generan poco más de 15% de los impuestos recaudados por el Estado. El régimen se libra de un poco más de 200,000 desempleados. Estos números relacionados a las remesas van en auge cada mes.

El país está extenuado, según la última encuesta de CID-Gallup publicada este 24 de enero: 62% de los nicaragüenses coinciden que el país va “por el camino equivocado”, mientras 55% de la población desaprueba la gestión de Ortega y Murillo. Una percepción sobre la administración sandinista que se mantiene en números rojos desde el estallido social en 2018, con un índice de -20%.

No obstante, la pareja presidencial insiste con esta pretendida “normalidad”: repiten que han “recuperado la paz”. Dicen que no la van a volver a perder y eso es suficiente argumento para justificar las perennes detenciones en el país y, sobre todo, tener a más de 200 presos políticos. Al menos 40 de los reos de conciencia están en El Chipote, la temida cárcel de la dictadura, bajo aislamiento y tratos crueles e inhumanos. Sus familiares los visitan a cuentagotas y bajo chantaje.

Ortega y Murillo también han comenzado a apresar a funcionarios de alto nivel de los cuales desconfían. El caso más reciente es el del comisionado Adolfo Marenco, encargado de la inteligencia política en la Policía Nacional y figura del círculo de hierro presidencial. Así van cayendo otros, quienes son apartados de sus cargos o les imponen restricción migratoria por temor a que vayan a Estados Unidos a “cantar”. Ante este panorama, la comunidad internacional se habitúa a la “normalidad” y se engolosina con los dictadores nicaragüenses que, desde hace ya mucho, han maleado América Central.

Ortega y Murillo han contagiado el autoritarismo a Honduras, El Salvador y Guatemala con una gran lección: el costo de ser autócrata no es tan alto. Puede administrarse para seguir en el poder: así navega Bukele con la reelección en la bolsa; Gianmattei con la justicia persiguiendo periodistas, jueces y fiscales; y los Castro-Zelaya consolidando el modelo familiar. En pocos años tendremos en Nicaragua las olimpiadas dictatoriales y, tristemente, no solo serán los Ortega-Murillo los únicos en batir récords de violaciones a los derechos humanos.

Fuente: Washington Post

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