¿Qué sentido tiene la filosofía hoy?
Caminar hoy sobre los andamios de la filosofía equivale a desandar senderos y reaprender las rutas de un saber milenario, disciplina inagotable y humanamente cabal. A más de veinte y seis siglos de su alumbramiento, entre la perplejidad y el asombro, todavía puede enseñorearse y coronar el oficio más encumbrado de la condición humana, el ejercicio de pensar. Preguntarse para qué sirve la filosofía es como preguntar si la cabeza de Luis XVI habría rodado sin antes contar con las ideas resplandecientes que encendieron, dentro de la filosofía de La Ilustración, los motores de la Revolución Francesa. Igual, nunca decimos ni sabremos racionalizar para qué sirve la felicidad, cuál es el uso del amor, ni cómo entra la belleza en el numen arcano de la poesía. Hay en la filosofía, como en aquellos, una suerte de justificación inaudita, que se basta a sí misma, incuestionable y reposada en su misma raíz, con su haber tenazmente dilatado, meticuloso y profundo. Prendas que, sin embargo, no niegan la crisis heredada de su fama pública, la cual, como ocurre con las matemáticas, le ha granjeado, entre temores y malquerencias, un millar de escolares imprecaciones. Machaconamente, ha sido la enseñanza clásica, narratura cansona con aforos escolásticos, quien la presentó como una añeja cronología de vidas antiguas y filósofos polvorientos, contribuyendo así a la rigidez pedagógica y al desprestigio vulgar de su tesoro social, intelectual y académico.
Hegel consideraba que la filosofía (igual que la historia) no estaba dotada para dar felicidad; le atribuía tan solo satisfacción y, en última instancia, la más empinada comprensión de las cosas más ocultas. Ahora bien, ese desvelamiento del estado anímico que llamamos felicidad acontece sólo cuando el pensamiento, apuntalado sobre lo que podemos controlar y poner bajo nuestro dominio, mete baza en lo razonable y ponderado, plintos lujosos que adornan el culto a la reflexión, a la verdad. En misión específica de la filosofía estoica, diríamos, palabras prestadas por Epicteto, que la meta de la virtud descansa siempre en una vida que fluye con placidez. Saber aumentar el control sobre nuestras vidas (joya filosófica por excelencia), no implica ceder por resignación sino antes al contrario, realza la aceptación –como agrega Massimo Pligliucci–, de que el universo no está erigido para inclinarse a nuestros deseos. De que el mundo no se ideó para ponerlo a nuestros pies.
El estoicismo ilumina el valor y la interiorización de la verdad básica. Enseña cuanto podemos controlar nuestro comportamiento, no así sus consecuencias y mucho menos las consecuencias del comportamiento de otras personas. El mundo viene dado tal cual se nos presenta, cambiarle lo peor es posible, pero no siempre será equivalente ni llegará con la garantía del triunfo personal a toda prueba, porque no siempre dependerá de nuestro único propósito y agasajado talento. ¿Pero qué relevancia tiene la filosofía en la época actual? Tiempo en donde ya no solamente lo queremos todo, sino también lo último. La filosofía, igual que el pensamiento, es imperecedera. Una disciplina no científica que, para su pesar o virtud, atraviesa todas las demás disciplinas, confluyendo ineludiblemente juntas en el altar primigenio de la razón. Pues, a fin de cuentas, filosofar es encantar la inteligencia sin causar insomnio ni malgastar el humor. Ha sobrevivido a las marismas del tiempo, inclemencias ideológicas y vaivenes de las creencias. Su mayor embrollo acaso ha sido enfrentarse, sin descanso en la historia, a la abulia por el saber y a la pereza por el (des) conocimiento. Impensable sería concebir el progreso de la civilización, al margen de su bella cuenta y rencoroso prontuario, oscilando sin cesar entre en lo sublime y lo desesperante. Contra toda terquedad, el tan mentado ideario de progreso no es más que una reivindicación de valentía, reverencialmente filosófica.
Los resquemores de cada infortunio que depara la existencia nos invaden y se entrecruzan sostenidamente con ella, los que, aún sin darnos por enterados, nos invitan a sopesar el acto de vivir desde el solitario hogar de la conciencia. La tarea primaria del pensar filosófico es agendar la búsqueda de un destino propio, auténtico, eligiendo con las mieles de la libertad conquistada o, por el contrario, bajo las hieles y el oprobio de la dignidad restringida. Nos plantará frente a las puertas de la existencia, conminándonos, a ras de suelo o sobre los picos de la grandeza, determinando así qué hacer con nuestra vida y cómo encararemos ese destino, sin postergación. Y es aquí donde la virtud ética restablecerá las horas luminosas que únicamente el sentido filosófico puede resignificar.
¿Le queda capacidad y autoridad a la filosofía para intervenir y dar respuestas a las grandes disyuntivas del siglo presente? Partamos del aforismo que reza: nuestros hábitos son cambiantes, pero las virtudes no envejecen, entonces la ética es inmortal. Problemas eternos y aporías permanentes: Dios, el bien, la verdad, el ser, la belleza, interpelan y oscurecen esperando contestación. Sumados ahora al cambio climático, la eutanasia, el transhumanismo, la cuesta desafiante de la biotecnología, el retorno del odio racial y político, la prometida eusocialidad de Edward Wilson, las alargadas siluetas morales del Antropoceno, el rumbo de las neurociencias, la nueva conciencia global, la inteligencia artificial, etc. Dilemas mayores que exigirán de una sopesada respuesta filosófica, pendiente de la acrisolada estirpe de su historia, y previniéndonos del enfado desfalleciente de una premonitoria fatalidad.
¿De la bondad y de la maldad, quién se repliega? Norbert Elías asumió que la historia humana es un constante proceso de civilización: reducción de los comportamientos agresivos y erróneos, mediante un grado creciente de sensibilización, al amparo de la atenuación de los instintos y la regulación de las pasiones. Continuum y controles que van construyéndose, pautando la obediencia de los sentimientos, desde el velo de la vergüenza hasta la sensación de lo ridículo. En una heurística no menos alentadora, Steven Pinker dibuja los peldaños de la escalera mecánica de la razón, como un Logos creciente de alcance modular, capaz de bruñir la adultez del pensamiento, elevándose constantemente para bien mejorar. Ambas nociones están impregnadas de una nota generosa de esperanza, signadas por un rezo filosófico que acaricia una fe inquebrantable en el más prometedor altruismo del espíritu humano… ¿Es cierto que ya no hay espacio para reflexionar? La pregunta parece dirigida al sistema educativo: pedagogos y neurocientíficos invocan que la enseñanza filosófica debe partir desde los primeros años de la vida escolar. Sembrando el fundamento, cimientos nucleares que, a lo largo de la vida, proyectarán las paredes maestras de su pensamiento crítico y reflexión individual. Imperecedera es la filosofía, infinito es el bucle del pensar. Y quién, si no ella, explicitará esta marcha delgada y pesarosa de una conciencia mutante que ya reta los retablos innombrables de una nueva humanidad…
Listín Diario