Hablemos claro, sin miedo y sin tapujos. La preocupación cada vez mayor ante la masiva y creciente inmigración ilegal haitiana, no hace a nuestro país xenófobo ni es indicio de alguna actitud colectiva racista. Aunque muchos han pretendido taparse los ojos ante esa realidad, lo cierto es que estamos ante un problema real cuya gravedad crece cada día.

No significa que menospreciemos la importancia que por años esa inmigración, bajo cierto control, ha tenido para la economía y para el auge de ciertas actividades productivas. Ni tampoco que restemos trascendencia al valor que representa una buena y armoniosa relación comercial y diplomática sentada sobre bases claras y firmes, que eviten el contrabando y otras prácticas ilícitas muy propias entre países que comparten una frontera común. Pero la presencia cada vez mayor de ciudadanos haitianos sin los permisos legales de estadía o residencia, podría estar llegando a un nivel capaz de generar futuros conflictos en los que el país llevaría la peor parte en el campo internacional, como ya muchos suponemos.

Como cualquier otro país, la República Dominicana tiene absoluto derecho de defender sus valores y tradiciones culturales de cualquier amenaza de contaminación foránea y a salvaguardar sus espacios territoriales, con políticas firmes que impidan la inmigración más allá de su capacidad para asimilarla. La realidad es que ese flujo migratorio afecta nuestra realidad social, con desplazamientos de mano de obra en la construcción y en la agropecuaria; que desborda la capacidad de atención de hospitales y hace de mercados y barrios verdaderos arrabales. A menos que forcemos tratados bilaterales con reglas claras y estrictas en materia de comercio y migración, el problema de la inmigración ilegal penderá sobre el país como un explosivo, cuya mecha parece cada día más corta. Ahora o nunca

El Caribe

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