Cerebros malvados: Los laberintos de la crueldad
Ricardo Nieves
A mi entrañable amigo, Dr. Héctor Guerrero Heredia, compañero de estos avatares, entre la pesadilla y el asombro…
Que una criatura de apenas 8 años haya sido sometida, por su propia tía, a un trato horriblemente cruel y doloroso exige, más de una vez, que elucubremos sobre el terreno laberíntico de la maldad humana. Que la pequeña y vulnerable humanidad de Cristopher Colomé, recibiera, según experticia forense, 147 heridas, diversas torturas y mutilaciones, parecería la obra de un cerebro abismal, escalofriante y aterrador ¿Pero, de dónde proviene tanta crueldad y desconsideración humana? ¿En qué pliegue y laberinto del cerebro, despiadada y fríamente, anidó la decisión de torturar y mutilar a un niño inocente que, por demás, es sobrino de su verduga?
Cuando se produce el salto, desde el umbral hacia los escarpados picos de la dominancia y la insensibilidad, anulando las hormonas del sufrimiento, no perdemos capacidad de razonar, sino que, como dijera Shakespeare, salimos de la humanidad. Todo pensamiento, razonamiento o emoción atraviese la telaraña neuronal. El cerebro es la estructura física que permite objetivar las funciones de la mente, y ésta representa la capacidad de pensar, razonar y ordenar las ideas, percibir sentimientos y modular la relación entre ellos.
Gerhard Roth, filósofo y (neuro) biólogo de la Universidad de Bremen, que dedica buena parte su vida a investigar esas atrocidades, asegura haber encontrado, en el lóbulo frontal de diferentes criminales violentos, la piedra de toque de la agresión y la insensibilidad. La “mancha oscura”, como la denomina, pudiera servir para identificar, a temprana edad, el comportamiento violento de múltiples antisociales, causantes de tantas pesadillas lastimosas. Para Roth, además de social, la maldad posee una predisposición genética, y los recovecos del mal tan sólo esperan la señal para expandirse insufribles por la enmarañada cartografía neuronal de la cabeza que incuba la malicia. Allí cohabitan, sin encontrarse, las miserias supremas y las grandes maravillas de los dones…Al lóbulo frontal corresponde sistematizar las funciones ejecutivas, la dirección y control de la conducta, la atención, secuenciación y reorientación de nuestros actos. Vinculada a los componentes motivacionales y conductuales, asigna la personalidad y la manera de pautar la profundidad de los sentimientos. Reside aquí la estructura de la conciencia moral: Motivación, pensamientos conflictivos y la facultad de diferenciar las actos malévolos y perniciosos de los altruistas y bondadosos.
Michael Stone, psicólogo y psiquiatra forense de Columbia, entregó largas horas de su vida a elaborar una “escala de la maldad”. Estudió y estableció la implicancia de factores ambientales, genéticos, sociales y neurológicos. Penetró en la mente de varios asesinos sangrientos, explorando el funcionamiento de sus cerebros y llegó a establecer 22 categorías de la maldad. Su estudio, pormenorizado, describe los detalles de cada sujeto, ausculta el sadismo, la excentricidad, la frialdad, la insensibilidad y los grados extremos de las más crueles aberraciones.
En el texto “Neurocriminología”, Moya Albiol y González Bono (2016), se apartan de planteamientos reduccionistas para, a partir de la madeja neurobiológica, conceptualizar encima de la llamada “teoría de la neurotransmisión múltiple”, centrada en las complejidades del sistema neural y las sustancias bioquímicas que interactúan en la regulación de cada conducta.
Adolf Tobeña (2017), con 16 libros y más de 200 artículos de divulgación científica, ha recorrido el paisaje intrincado del campo cerebral. Psiquiatra forense y psicólogo de la Universidad de Barcelona remata con su texto “Neurología de la Maldad”, donde, además de la “la genética de la malicia”, toca las esferas nocivas de aquellos que, indiferentes a sus víctimas, decidieron dañar y lastimar en la cima del horror sin compasión alguna. Describe el comportamiento infame, dentro del pozo insondable de la conducta humana, a partir de sustancias neuroquímicas que interaccionan en un papel crucial, trazando las siluetas erizadas de las peores vilezas y despojos morales de la sociedad. Sabemos que la moralidad humana depende de dos ejes vitales: Evitar perjudicar a los otros y, en términos proactivos, accionar en socorrerlos cuando fuere necesario. De conformidad con la mayor tradición científica y filosófica, esta manifestación prosocial desentraña la cooperación y el socorro, emparentados con la generosidad y la benignidad que trasluce el funcionamiento adecuado (y espontáneo) de los denominados sentimientos morales. Rareza; fascinación evolutiva -describe Tobeña-, convertida en necesidad cultural; cuerda trenzada que ata la cohesión y el compromiso y transacción ineludible de la convivencia. Y ese ámbito, con regularidad, es la parte que subvierten los malvados, con inusitada fruición y oscura destreza. Cruel mostrador de una habilidad que renuncia a todo sentimiento de compasión y expresa un visceral desprecio por el otro y sus desgraciadas consecuencias.
La complejidad de las interacciones humanas son dilemas ensortijados. En todo caso, el muro de contención de nuestras desviaciones amorales afinca primeramente en la zapata cerebral, fondo común de inteligencia sorprendente y esclarecido discernimiento, pero, igualmente, laguna fangosa donde concurren las más abyectas bajezas, gestoras de la maldad. Los vectores de la malicia humana son variados y ondulantes; un Bernard Madoff (1990), estafador financiero o un Anders Breivik (2011), asesino mesiánico, tipifican sujetos malévolos, fríos, letales y crueles. Pertenecen a una estirpe totalmente contraria al enjambre social que ha esquematizado la criminología tradicional. Sus perfiles están a millas de los delincuentes comunes y malvados que, desde Lombroso (1876), pululan bajo el prisma ordinario de los renglones básicos, asociados a la fisonomía y el origen social. ¿Qué rasgo común, en niveles de crueldad, tienen ellos con el perfil de una Carmen Jiménez, mujer pobre, de vida corriente y anodina biografía, quien ejecutó uno de los actos más aborrecibles que hayamos presenciado en mucho tiempo? ¿Qué propensión a la maldad extrema hace idénticos a quienes, por disímiles motivos, quiebran el alma de tantos seres humanos?
De la tía sádica conoceremos muy poco. Sin embargo, hay un aspecto común que une y separa simultáneamente en todos los cerebros, y donde la ciencia no tiene criterios dispares: La enzima Monoaminooxidasa (MAO-A). Reguladora de la degradación metabólica de las catecolaminas (especialmente serotonina y noradrenalina), neurotransmisores involucrados en la modulación de la agresión y la lesividad. Asociados claramente con la aparición de conductas agresivas, irascibles y violentas. Siempre tendremos personas con talento para la bondad, y gente con extraña habilidad para hacer daño. Retada por la desmesura del acontecimiento, entre verdades inconclusas, la ciencia explora, descartando infinidad de respuestas. La pena por la muerte impiadosa de Cristopher es inextricablemente ancha…
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