El día de nuestra restauración final

Marlene Lluberes

La porción registrada en el libro del profeta Isaías, en el capítulo cuarenta, nos muestra la gracia de la consolación final que recibiremos cuando Jesús vuelva por nosotros.

“Consuelen, consuelen a mi pueblo –dice su Dios–.
Háblenle tiernamente a Jerusalén y declárenle que su condena ha terminado, que su iniquidad está expiada, porque de la mano de Adonay Tzva’ot (el Dios que habita en medio de su pueblo) ya ha recibido el doble por todos sus pecados”. Isaías 40:1-2
 
En aquel momento histórico, el pueblo estaba a punto de entrar en cautividad, sería oprimido y llegaría el tiempo en que su padecimiento sería muy fuerte; por haberse  desviado, por salirse de la voluntad de Dios, y  pagarían el doble por sus pecados.

Sin embargo, había una esperanza, que es la misma que seguimos teniendo, por la solidaridad de nuestro Señor: el día de la Reconciliación final llegará (Yom Kipur). Es el día donde seremos revestidos de incorruptibilidad.
 
Ahora tenemos un cuerpo disminuido de su gloria, nos enfermamos, nos cansamos y, aunque hemos sido perdonados y nuestra iniquidad ha sido reconciliada, falta esa reconciliación final.
 
Tenemos entonces, dos tipos de restauración: una, relacionada a  nuestras malas obras y otra que tiene que ver con el cuerpo pecaminoso.
 
Una, por la mala conciencia hacia Dios y otra, por el estado disminuido.
 
De eso se trata. Volveremos al estado original, lo cual empezamos a demostrar en este tiempo, como un adelanto de lo que vendrá, porque, sabiendo que Jesús se acercó a nosotros, a través de su sacrificio, debemos anhelar poner por obra los mandamientos que  son el cerco de la santificación, para vivir confiadamente, en paz, en medio de una generación perversa.
 
En el futuro, cuando venga nuestro Señor, seremos llamados
los fortalecidos de la justicia, los que hemos sido robustecidos en la justicia, que es el deber ser de todas las cosas.

Jesús se ha propuesto restaurar su nombre, su fama, por esto es tan importante que lo imitemos a Él, en todo, ya que, cuando nos deleitamos en el pecado somos incompatibles con su santidad.

¡Qué gracia tan preciosa Él nos ha concedido, al restaurar nuestras vidas!
 Enfrentamos procesos donde habrá refrigerio, pero también tiempo de quitar la escoria que nos permeó, por las veces que nos envolvimos en el pecado.

A través de esas experiencias, sin duda alguna, aprendemos a  estar junto con Él crucificados.
Procuramos servir al Eterno, con humildad, con un corazón limpio, mientras esperamos la segunda consolación, la redención de nuestros cuerpos mortales.
 
Por eso Pablo les dice a los colosenses que, habiendo resucitado con el Mesías, debían ocupar la mente en las cosas de arriba, no en las de la tierra.
Es tiempo ya de que traigamos el Reino de los cielos a la tierra, de que lo anticipemos, insistiendo en mostrar lo que no se ve.
¡Esta es la predicación más eficaz!

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