Juegos y mentiras

Carmen Imbert Brugal

Todavía conserva el sello de la inolvidable librería Mateca. Bien cuidado el ejemplar, con subrayados y separadores por doquier, “Los Juegos de los Políticos” -Javier del Rey Morató- se convirtió en libro de consulta desde su adquisición -1999-. Ningún párrafo ha perdido contundencia. Entre “EL Político” de Azorín, los infaltables Maquiavelo y Gracián, releer esa “Teoría General de la Información y Comunicación Política”, citado de manera reiterada en esta columna, permite acercarse a la taumaturgia para manipular y conseguir adhesiones, sin pudor ni reparos. Ganar por ganar que lo demás vendrá por añadidura.

Grata sorpresa saber que el autor estuvo en el país invitado por la Fundación Global Democracia y Desarrollo y que, así como sus textos fascinan, deslumbró con su conferencia «Campañas electorales y la teoría lúdica de la comunicación política». Valdría preguntarle si las estrategias usadas en campaña sirven después del triunfo; si la retórica para engatusar ingenuos y complacer a los poderes fácticos, se adecúa a la gobernanza.

Con la mira puesta en las emociones, el discurso del Cambio ha sido redentorista. Un grupo sin mácula logró aceptación para conjurar la maldad, vencer el oprobio de los gobiernos presididos por delincuentes. Iniciado el segundo periodo las imputaciones que el rumor público repite y afectan la pureza del grupo especial, quedan en rincones convenientes y persiste el azuce para que los acusados por fechorías cometidas en el pretérito perfecto simple, reciban su castigo. Las infracciones del presente son desdeñadas por la independencia persecutora, unas convertidas en errores subsanables, otras en disgusto.

Las reformas son el nuevo credo. La población debe concentrarse en un batiburrillo de propuestas para darle vueltas a la noria con omisiones y principios de la patria nueva sacrificados, como el caso que atañe a la composición de los órganos autónomos del estado. La antigua prédica sucumbe, la asepsia desaparece y desde Palacio avalan y proclaman simpatías. Inconcebible actitud en otra época cuando existía oposición y organizaciones de la sociedad civil vigilantes, pugnaces.

En lugar de la declaración de conformidad con la composición de la JCE y de otros órganos, más obsecuentes que autónomos, deberían evitar la farsa y proponer la extensión de las funciones de esas instancias mediante una ley especial.

En este momento de sumisión del primer poder del estado será asunto de valentía exponerse al interrogatorio, en ocasiones humillante, de la Comisión del Senado encargada de evaluar a los aspirantes a miembros de la JCE. Sin la aprobación del mandamás, la sustitución será imposible, indicios sobran. La lisonja para los integrantes de los órganos autónomos es constante y no perciben que daña en lugar de beneficiar. Tanto piropo inoportuno afecta la autonomía, compromete demasiado la credibilidad y el buen desempeño en el trabajo. Para entender el quiebre en la narrativa originaria que pretendía desvincular la voluntad presidencial de la composición de los órganos autónomos, sin obviar el sainete penoso con la Cámara de Cuentas del Cambio, procede citar a Javier del Rey Morató: “la verdad es lo que es útil en cada momento en relación con el fin que se persigue”.

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