Alberto Fujimori murió, pero su legado sigue vivo en Perú

Por Fernando J. Loayza Jordán

The New York Times

Nací en Perú en 1992, el mismo año en que el presidente Alberto Fujimori anunció que disolvía el Congreso y suspendía la Constitución, dando lo que más tarde se llamó un “autogolpe”. Envió tanques por las calles y detuvo a periodistas y a sus oponentes políticos, al tiempo que asumía plenos poderes legislativos y judiciales. Convirtió un gobierno elegido democráticamente en una dictadura que definió el Perú moderno. Desde que tengo uso de razón, solo he conocido mi país bajo la sombra de Fujimori y su movimiento político: el fujimorismo.

Mi identidad se definió, en gran parte, en oposición a Fujimori. El primer acto político al que asistí en mi primer año de universidad fue una celebración de la condena por violación de los derechos humanos que lo envió a prisión. La primera campaña presidencial en la que participé como voluntario fue para impedir que su hija, Keiko Fujimori, llegara a la presidencia. Y me uní a las protestas contra el indulto que Fujimori recibió del presidente Pedro Pablo Kuczynski en la Nochebuena de 2017. Esa noche, la Navidad llegó a Lima mientras la policía nos asfixiaba con gases lacrimógenos.

Cuando, el 11 de septiembre, supe que Fujimori había muerto, me quedé cuestionando tanto su legado como el futuro de mi país. Hoy, la división más importante en la política peruana sigue siendo entre el fujimorismo y el antifujimorismo. Los simpatizantes del fujimorismo ven al exlíder como el salvador de Perú por acabar con la hiperinflación y el terrorismo de los años ochenta. Los simpatizantes del antifujimorismo —entre los que me incluyo— creen que los crímenes cometidos durante su régimen son imperdonables. Pero la verdadera herencia del legado del controvertido líder es la creencia de que el fin justifica los medios, que en política todo vale. Y hoy en día ese enfoque de la política, la idea de que los procedimientos democráticos pueden ser ignorados por objetivos supuestamente superiores, ha sido adoptado por la mayoría de los políticos peruanos, incluso por muchos que han hecho carrera posicionándose en contra de los ideales de Fujimori.

Antes de Fujimori, la democracia liberal peruana era aún joven. En 1980, tras 12 años de dictadura militar, se promulgó una constitución progresista que establecía derechos sindicales robustos y garantizaba el sufragio universal. Volvió la libertad de prensa. Sin embargo, la década de 1980 también fue un desastre en Perú. Decenas de miles de peruanos fueron asesinados por Sendero Luminoso, una organización terrorista que pretendía imponer ideologías maoístas radicales e inició una guerra contra el Estado peruano. Miles de personas fueron “desaparecidas”, ejecutadas extrajudicialmente y torturadas por miembros de las fuerzas armadas peruanas —que podían detener a quien sospecharan de actividades subversivas— y de la policía. En la década de 1980, la pobreza aumentó drásticamente y Perú registró hiperinflación. El gobierno informó de que los precios de consumo aumentaron un 1722 por ciento en 1988. Quienes pudieron huyeron del país. Seguíamos teniendo una democracia formal, pero ¿de qué les servía a los peruanos que morían de hambre o a tiros?

Cuando Fujimori fue elegido en 1990, prometió tomar acción. Poco después, estaba convencido de que los procedimientos democráticos le impedían hacer frente tanto al terrorismo como a la crisis económica, argumentando que la separación de poderes, los derechos humanos y el pluralismo político eran lujos que ya no podíamos permitirnos. Cuando encontró cierta resistencia por parte del Congreso, el poder judicial y las organizaciones sociales, derrocó a su propio gobierno elegido democráticamente e impuso una nueva Constitución —aún vigente— hecha a medida para concentrar el poder en manos de un solo líder.

Bajo su mandato, todo estaba permitido: detenciones arbitrarias, escuadrones de la muerte, compra de opositores políticos, censura de los medios de comunicación, despido de jueces incómodos. Y, sin embargo, seguía contando con el apoyo de la opinión pública. Muchos peruanos, cansados de un sistema que no podía protegerlos, atrapados entre el terrorismo y la hiperinflación, estaban dispuestos a sacrificar la democracia en el altar del autoritarismo a cambio de algo de estabilidad. Y Fujimori la consiguió, a un precio terrible que seguiremos pagando incluso después de su muerte.

Durante la presidencia de Fujimori, personajes conocidos desfilaban por las oficinas de los servicios de inteligencia peruanos para vender su lealtad a cambio de sobornos. En septiembre de 2000, la televisión peruana difundió un video en el que se veía a Vladimiro Montesinos, director de la oficina de inteligencia, intentando sobornar a un congresista de la oposición. En los meses siguientes, los videos de sobornos —incluidos a otros a políticos, figuras de los medios de comunicación y jueces— se emitieron a diario en todo el país, y se conocieron como el escándalo de los “vladivideos”. Tras la emisión del primer vladivideo, Fujimori huyó a Japón, donde presentó su renuncia presidencial al pueblo peruano por fax. El Congreso se negó a aceptarla, y en su lugar votó a favor de destituirlo por incapacidad moral.

La fiscalía presentó diversos cargos contra Fujimori, quien al final fue detenido en Chile y extraditado a Perú para ser juzgado. En 2009, la Corte Suprema del Perú lo condenó por violación de los derechos humanos. Fujimori fue sentenciado a 25 años de prisión por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, en las que murieron 25 personas, entre ellas un niño de 8 años, a manos del Grupo Colina, un escuadrón de la muerte vinculado al ejército. En el momento de su muerte, Fujimori se enfrentaba a cargos por la masacre de Pativilca, en la que el Grupo Colina mató a seis campesinos. A lo largo de los años, en distintos juicios, los tribunales peruanos condenaron a Fujimori por varios cargos, como escuchas ilegales, malversación de fondos, soborno a jueces y medios de comunicación y crímenes contra la humanidad.

A día de hoy, muchos peruanos creen que esos delitos fueron un precio justo por la estabilidad que su gobierno obtuvo para el país. Otros no. Tras su muerte, el gobierno peruano declaró tres días de luto nacional en honor a Fujimori. Se escribirá y debatirá mucho sobre él. Algunos tratarán de restar importancia a sus exitosas políticas, mientras que otros intentarán negar la gravedad de sus crímenes.

Pero todo eso estaría obviando el tema central. Por encima de todo, el legado de Fujimori ha cambiado las convenciones de lo que es aceptable para un gobierno electo. Utilizó su mayoría parlamentaria para atacar y capturar a las instituciones encargadas de fiscalizar al gobierno, una práctica que sus seguidores contemporáneos e incluso algunos opositores mantienen muy viva.

Hoy, la vena autoritaria de Fujimori vive incluso en quienes se declaran opositores al fujimorismo. Muchos de quienes lo desprecian abiertamente ahora están aparentemente dispuestos a adoptar las mismas prácticas bajo diferentes banderas ideológicas. Durante las elecciones de 2021, Pedro Castillo, un candidato populista de izquierda, prometió “desactivar” el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo. Fue elegido ese año con el apoyo de varios antifujimoristas. En 2022, Castillo intentó disolver el Congreso y anunció que gobernaría por decreto hasta que se eligiera una nueva legislatura, en un intento de autogolpe de Estado inquietantemente similar al que dio Fujimori el año en que yo nací.

En 2024, varios congresistas representantes de partidos de izquierda, tradicionalmente considerados antifujimoristas, votaron con los fujimoristas y sus aliados para modificar casi una cuarta parte de la Constitución sin apenas debate público. Esas modificaciones afianzaron su poder y debilitaron la independencia de las instituciones constitucionales encargadas de fiscalizar al Congreso, así como de garantizar la separación de poderes gubernamentales.

Fujimori murió sin pedir nunca perdón por sus crímenes. Muchos en Perú lo lloran. Pero mi duelo está reservado a sus víctimas. Otros celebran su muerte, pero no hay nada que celebrar mientras su legado destructivo siga vivo y nuestras instituciones sigan sufriendo. Yo celebraré cuando terminen los ataques contra la democracia en Perú y superemos a Fujimori.

Fernando J. Loayza Jordán es un académico de la Facultad de Derecho Thomas R. Kline de la Universidad de Drexel y de la Facultad de Derecho de Yale.

The New York Times

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