Haití: Del tormento histórico al caos migratorio

Ricardo Nieves

Una sola palabra bastaría para describir el drama social haitiano: caos. Ante los ojos del mundo civilizado, que abstractamente invoca la dignidad y los valores democráticos, Haití ha colapsado. 220 años después de su épica liberación de Francia, acontecimientos fatales urdieron un proceso ondulante y tumultuoso, plagado de inestabilidad, magnicidios, invasiones y gobiernos tiránicos. Impidieron la consolidación de instituciones republicanas, abortaron la posibilidad de construir la zapata primigenia del Estado…

Para el siglo XVIII, merced a la importación innumerable de esclavos y un sistema de comercio y explotación infame, en las colonias del atlántico, la mayoría de las transacciones y la riqueza provenían de Haití. En 1789, fecha de la Revolución y caída de la monarquía francesa, el 80% del azúcar global salía de allí; la mayor producción de café, cacao, tabaco, algodón y maderas preciosas. La demanda de esclavos alcanzaba niveles que, raras veces, ¡la esperanza de vida tocaba los 21 años!

Tras 12 años de lucha (1791-1804), incluida una sangrienta batalla con el ejército de Napoleón, la independencia cobró la vida de entre 3 a 6 mil colonos franceses y sus descendientes (decapitados). Al otro lado, documentos históricos avalan que el descenso fue estrepitoso: de 425 mil, apenas sobrevivieron 170 mil esclavos.

Luego de dos décadas (1825), un insólito suceso reescribió la historia de la humillación. El presidente Pierre Boyer, bajo la firma de una “Real Ordenanza”, buscando reconocimiento de su nación, aceptó pagar al monarca Carlos X (último borbón de Francia y Navarra) 150 millones de francos (21 mil millones de dólares hoy).

Mejor dicho: Haití independizado, indemnizó al mismo poder del cual se había liberado. La encomienda, fatal y tenebrosa, pagadera en un lustro, redujo asimismo 50% del arancel a las importaciones francesas. Libre de la peor lacra de la humanidad (la esclavitud), fue obligado a pagar por su libertad, por las plantaciones arrasadas y las propiedades destruidas. Para mayor oprobio, además de la tierra, indemnizó por cada esclavo perdido.

Devastado y sin recursos, intentando solventar el compromiso impagable, hubo de recurrir a otro préstamo que, para colmo de males, se realizaría en ¡un banco francés! La crueldad se transformó en sarcasmo cuando el expoliado pagó y restituyó daños y propiedades que lo incluyeron a él mismo, convertido en mercancía de reemplazado.

Con amenaza de aislamiento diplomático y varios buques de guerra en sus aguas, Haití pactó algo que -indudablemente- sería el reconocimiento de libertad más costoso, injusto, abusivo y prolongado de la historia: ¡120 años de pagos! El presidente Paul Magloire (1950) finiquitaría aquel oneroso y proverbial contrato con la ilustrísima Francia que, años atrás, había proclamado y escrito con sangre: Liberté, Egalité y Fraternité.

El presente del pueblo haitiano es desgarrador. Del valle oscuro de la tiranía y el tormento pasó a la miseria y el abandono completo; sometido a otra dictadura siniestra: el terror de las bandas criminales que martirizan la población. Traficantes de toda índole, asesinan, secuestran, extorsionan, cobran tributos y violan en masa.

Aparte de la indigencia, Haití soporta el horror colectivo en cada casa. Anquilosado, tambaleándose, designa un Estado fallido, un país colapsado. Todo esfuerzo por edificar la base del Estado de Derecho termina frustrado. Mientras, la indiferencia de algunos es glacial. Francia, antiguo colonizador, impiadoso y callado; muy parejo, Estados Unidos, eterno interventor y sostén de dictadores despiadados…

Pero aquí siguen perdidos aquellos que, por apatía o incomprensión, subestiman la caótica situación que afrontamos. Nuestra capacidad no es ilimitada ni la solidaridad corresponde a un único Estado. Fuera del alcance regulador, el flujo migratorio es masivo, desordenado; cientos de miles de personas que, sobre los derechos de salud y educación, también demandan ser nacionalizados.

Presiones estadounidense y europea, condicionan un panorama de tensiones jurídicas constantes, descrédito internacional, imputaciones de xenofobia, de odio y acoso racial…Asumen, retorcidamente, que manifestaciones individuales o aisladas constituyen una conducta general. Grave y compleja, nuestra condición supera barreras ideológicas e interpretaciones sesgadas.

Es innegable que un grupo social, incisivo y conservador, se apropió del extremo nacionalista. Esto, sin embargo, no impide separar, con sopesada objetividad, el tamaño real y lo enrevesado del problema crucial. Posiciones irreconciliables no evitarán que Haití continúe expulsando ciudadanos y que nuestra geografía siga siendo el lugar más cercano.

¿Qué sucederá en el país, carenciado por demás, si asienta en su territorio una especie de “nación paralela” sin basamento jurídico, control, ni legalidad?

¿Y la condición de aquellos que ni siquiera están dotados del más elemental documento de nacimiento o identidad? ¿Quién, con honestidad y sano juicio, se atrevería a negar las repercusiones que, incrementándose, sobrevendrán?

Hoy, todos debemos responder, o cada uno tendrá que callar…

Listín Diario

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