Los acusados VIP
José Luis Taveras
La madurez de nuestras comprensiones ciudadanas nos convierte en la envidia de Suiza. Y es que basta con que se abra un proceso judicial en contra de un político o de un empresario para que las garantías procesales prueben su mejor defensa. Cada vez que esto sucede, se activa una alerta pública en sectores influyentes para denunciar cualquier violación a sus derechos.
Conviene, entonces, que se ventilen acusaciones de este tipo y recibir las cátedras más alucinantes sobre el debido proceso. Cuando eso acontece, los «gobiernos radiales» se erigen en ruidosos altoparlantes de la dignidad humana, las plataformas digitales se resisten con rabia al desafuero, Twitter (X) explota de furor y los abogados del espectáculo dejan en la enanez a fray Antón de Montesinos. El pueblo arrimado incorpora a su hambriento léxico frases como «lawfare», «presunción de inocencia» o «debido proceso», sin saber con qué digerirlas porque en su mundo real no aparecen las traducciones.
La vigilancia de la «opinión pública» es tan cercana como celosa. Un paso en falso del Ministerio Público ¡y se hunde la isla! El proceso se descalifica desde las diligencias investigativas hasta la sentencia definitiva, a menos que esta sea de descargo; de ser así, se desnuda entonces el oscuro designio de la cacería política, porque para los juristas del establishment la corrupción es un estado mental de resentidos/moralistas o una narrativa para perseguir a opositores.
No creo que haya antecedentes en los países con los mejores sistemas judiciales del mundo (Dinamarca, Noruega, Finlandia, Suecia, Holanda, Alemania, Austria y Reino Unido) de lo que ocurrió aquí la semana pasada, cuando, en ocasión de la operación Camaleón, la vida pública quedó varada en la bizantina discusión de que si era legal o no un allanamiento sin la presencia de un abogado; tres días rumiando el bagazo en todos los medios y plataformas, como si fuera un apremio de seguridad nacional. Pero lo risible del cuadro es el bipolarismo de algunos que en circunstancias políticamente distintas reclamaban acciones duras del Ministerio Público y hoy piden con mayor vehemencia respeto a los derechos de los justiciables.
Si esta cruzada a favor de los derechos procesales no se consumiera en las fronteras del estatus político/económico de sus beneficiarios, fuéramos el país más educado en garantías procesales del planeta, pero la rutina la impone como verdad el ciudadano pobre, feo y negro, delincuente por apariencia, que si logra sobrevivir a un «intercambio de disparos» es reo de un sistema que le niega toda dignidad. En su defensa no llegan las cátedras de los iluminados, ni los ecos del periodismo de encargo, ni los grandes contratos de cuotalitis. Así, contamos con dos sistemas inconexos: uno VIP, de alta gama, monitoreado en su defensa por la alta crítica político-jurídica; y otro, de las gradas, abandonado a su maldita suerte.
Pero cuidado con quien apoye las acciones del Ministerio Público: se le inventa de una vez la razón económica de su simpatía, como si todos fuéramos una miríada social de apurados detrás de un cheque del Estado para prestar con rédito nuestras opiniones. Así de barata anda la nación, tasada por las estampas del prejuicio político.
Las acciones en contra de la corrupción han sido estigmatizadas con todos los timbres; empezó como lawfare (persecución política), siguió como «show mediático» y ahora como «persecución selectiva». En cambio, las realizadas en contra de la delincuencia barrial siempre han sido políticas de «seguridad ciudadana». El día que caiga preso, que Dios nunca lo escuche, que sea rico y por corrupción pública, condiciones que, en un sistema invertido de valoración, victimizan a cualquiera a la hora de juzgar sus actos. En ese campo, ser pobre, anónimo y sin apellido seguirá siendo una azarosa desgracia.
Si esta cruzada a favor de los derechos procesales no se consumiera en las fronteras del estatus político/económico de sus beneficiarios, fuéramos el país más educado en garantías procesales del planeta, pero la rutina la impone como verdad el ciudadano pobre, feo y negro, delincuente por apariencia, que si logra sobrevivir a un «intercambio de disparos» es reo de un sistema que le niega toda dignidad.
Diario Libre