Fui el escritor fantasma de Trump. ‘The Apprentice’ acierta en lo más importante

Por Tony Schwartz

The New York Times

Schwartz es autor de El arte de la negociación y director ejecutivo de The Energy Project.

The Apprentice, una nueva película que dramatiza los primeros años de la carrera de Donald Trump, termina con una escena entre Trump y un actor que hace de mí. El año es 1986 y me encuentro entrevistando a Trump por primera vez, para empezar a escribir El arte de la negociación, un libro que hoy considero una obra de ficción involuntaria.

Desde la época en que colaboré con Trump, he pasado mi vida adulta estudiando, escribiendo y trabajando con líderes y otras personas que han obtenido grandes logros. Me he enfocado particularmente en cómo sus experiencias de la infancia han influido en su vida adulta —casi siempre de forma inconsciente— y en explorar el abismo, a menudo enorme, entre cómo se presentan hacia el mundo y cómo se sienten por dentro. Para mí, Trump siempre ha sido el ejemplo perfecto.

Ver The Apprentice cristalizó dos grandes lecciones que aprendí de Trump hace 30 años y que desde entonces he visto manifestarse en su vida con consecuencias cada vez más extremas. La primera lección es que carecer de conciencia puede ser una gran ventaja a la hora de acumular poder, atención y riqueza en una sociedad en la que la mayoría de los seres humanos se rigen por un contrato social. La segunda es que nada de lo que obtenemos del mundo exterior puede sustituir de manera adecuada a aquello que nos falta en nuestro interior.

The Apprentice cuenta la historia de Trump desde la perspectiva de los dos hombres que más influyeron en él: su padre, Fred, y Roy Cohn, su abogado de toda la vida y uno de los gestores más prominentes y deshonrados del siglo XX. Lo que tenían en común, y transmitieron a Donald con creces, era su desvergüenza a la hora de ganar y dominar a los demás, costara lo que costara. El fin siempre justificaba los medios.

La película comienza con una advertencia que explica que algunos hechos han sido “ficcionados con fines dramáticos”, y los realizadores claramente se tomaron libertades artísticas. Periodistas, historiadores y críticos pueden debatir qué escenas concretas de The Apprentice sucedieron realmente y cuáles no. Para mí, la película fue emocionalmente real y coherente con el Donald Trump que conocí hace tres décadas. The Apprentice no trata tanto de cómo Trump llegó al poder como del impacto generacional del trauma y la disfunción de su familia, y de cómo esto moldeó a la persona en la que se convirtió Trump y el impacto que ha tenido en todo un país.

Durante el tiempo que trabajé en El arte de la negociación, Trump me llamaba casi todas las tardes desde su apartamento en la Torre Trump, y casi todas las llamadas empezaban igual. “¿Puedes creerlo, Tony?”, preguntaba retóricamente. “Más grande que nunca”. Luego hablaba de algún triunfo que había tenido ese día o de un competidor desventurado al que había derrotado.

A primera vista, a mediados de la década de 1980 Trump estaba en la cima. Acababa de construir la Torre Trump en la calle 57 y la Quinta Avenida, era dueño de dos grandes hoteles casino en Atlantic City y estaba a punto de comprar un tercero, y se trasladaba en limusina, helicóptero, yate o avión privado.

Lo que Trump nunca me dejó ver fue que, en medio de todos esos relucientes signos externos de éxito, estaba problemas financieros cada vez más desesperados, ahogándose en deudas que lo llevarían a una serie de quiebras. Aún no me había percatado de que para él mentir era tan normal como respirar, incluso para sus propias memorias, y sin un atisbo de remordimiento.

Lo que me impresionó desde el primer día que conocí a Trump fue su insaciable sed de ser el centro de atención. Ningún reconocimiento externo parecía suficiente. Bajo sus fanfarronadas y sus alardes, me pareció una de las personas más inseguras que he conocido —y una de las menos conscientes de sí mismas. Había cruzado el puente de Queens a Manhattan, pero seguía siendo el producto —incluso el prisionero— de sus experiencias infantiles. Como le dijo a un periodista en 2015: “Cuando me miro en primer grado y me miro ahora, soy básicamente el mismo”.

Lo creo.

Los niños no nacen buscando el éxito externo, el poder, la riqueza o el dominio. Lo que Trump parece haber enterrado mientras crecía es la necesidad emocional básica que todos los seres humanos experimentan desde el día en que nacen: sentirse a salvo, seguros y dignos porque son amados incondicionalmente por sus cuidadores primarios. Basándome en mis observaciones —y en lo que muestra la película— ese tipo de amor nunca estuvo al alcance de Trump ni de sus hermanos.

Fred, el padre de Trump, desdeñaba abiertamente cualquier admisión o expresión de debilidad o vulnerabilidad. Había amasado una fortuna construyendo viviendas subvencionadas por el gobierno para personas de bajos recursos y, en el camino, desarrolló una dura visión de suma cero del mundo: en la vida, o eras un ganador o un perdedor. Si no eras un asesino, corrías eternamente el riesgo de ser una víctima y un lerdo. La brutalidad, al servicio de la victoria, no era ningún defecto.

“La influencia más importante para mí, al crecer, fue mi padre”, me dijo Trump para El arte de la negociación. “Aprendí sobre la dureza en un negocio muy duro”.

Trump también aprendió lecciones sobre cómo ganarse la aprobación de su padre, y evitar su ira, observando el destino de su hermano mayor, Fred Jr., de quien desde pequeño se esperaba que algún día se hiciera cargo del negocio de su padre. Cuando optó por seguir su pasión de convertirse en piloto —y dejar el negocio familiar— perdió el respeto de su padre, quien empezó a referirse a él despectivamente como un “chofer de autobús glorificado”. Fred Jr. murió por los efectos del alcoholismo a los 42 años.

“Afortunadamente para mí”, explicó Trump en El arte de la negociación, “me sentí atraído por los negocios desde muy joven, y nunca me sentí intimidado por mi padre como la mayoría de la gente. Le hice frente y él respetó eso. Teníamos una relación casi de negocios”.

Aún recuerdo el escalofrío que sentí cuando Trump dijo esas palabras, como si no hubiera problema con tener una relación casi completamente transaccional con su padre.

Cuando los niños no pueden obtener lo que necesitan de sus cuidadores primarios, terminan por recurrir a otros medios. En el caso de Trump, eso pareció manifestarse en la incesante búsqueda de atención y reconocimiento desde una edad temprana, y en medir su valor comparativamente y por números; ya fuera su patrimonio neto, la altura de sus edificios o el número de personas que asisten a sus mítines. Trump se dio cuenta muy pronto de que las bravuconerías y las afirmaciones atrevidas —aunque fueran falsas— a menudo podían sustituir a los logros reales, sobre todo si las repetía con suficiente frecuencia.

Lo que The Apprentice capta de forma más evocadora es la transición de Trump de complacer a su padre a reclutar a Cohn como mentor y modelo. El papel de Cohn era ayudar a Trump a rebasar a su padre, mientras Fred utilizaba su enorme riqueza y sus conexiones políticas para abrir el camino a Donald. Cuando Trump conoció a Cohn en un club privado en 1973, Fred y Donald acababan de ser demandados por el Departamento de Justicia por negarse a alquilar departamentos a personas negras y otras minorías en sus edificios de Trump Village, en Brooklyn.

Las evidencias de racismo eran abrumadoras. Sin embargo, Cohn instó a Trump a contraatacar en lugar de llegar a un acuerdo. The Apprentice condensa la visión del mundo de Cohn en tres lecciones de vida que compartió con Trump: atacar, atacar, atacar; no admitir nada y negarlo todo; y adjudicarse la victoria sin admitir nunca la derrota. Trump se tomó esos principios muy a pecho.

“Digas lo que digas de Roy, era muy duro”, me dijo Trump para El arte de la negociación. “A veces pienso que, junto a la lealtad, la dureza era lo más importante del mundo para él”.

Lealtad y dureza eran dos cualidades que Trump veneraba, y concluyó su valoración en El arte de la negociación con los mayores elogios: “Roy era el tipo de persona que estaría junto a tu cama de hospital, mucho después de que todos los demás te hubieran abandonado, literalmente a tu lado hasta la muerte”.

Sin embargo, para Trump la lealtad era unidireccional. Cuando empezamos a trabajar en el libro, hacía tiempo que él había abandonado a Cohn, a quien le habían diagnosticado sida. No parecía algo personal para Trump porque, según mi experiencia, nada era personal para él. Todo eran negocios, y Trump parecía ya no necesitar a su abogado, mentor y amigo de toda la vida.

Trump me animó a entrevistar a Cohn para El arte de la negociación, y fui a verlo en sus últimos días. Por dos errantes horas Cohn compartió una extraña mezcla de dolor, amargura, resignación y cierto asombro ante la facilidad con la que su antiguo alumno se había alejado de su relación. “Donald mea agua helada”, le dijo a un periodista.

Desde hace mucho tiempo me inquieta profundamente la cantidad de comportamientos asociados a la psicopatía que Trump ejemplifica. Hay siete características asociadas al “trastorno antisocial de la personalidad”, según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales: engaño, impulsividad, incumplimiento de las normas sociales respecto a comportamientos lícitos, irritabilidad y agresividad, desprecio temerario por la seguridad de uno mismo o de los demás, irresponsabilidad constante y falta de remordimiento. He observado las siete características en Trump a lo largo de los años, y las he visto empeorar progresivamente. Es la última —la falta de remordimiento— la que le permite ejercer libremente las otras seis.

El pasado es prólogo y, como ha dicho Trump, él básicamente sigue siendo la misma persona que era de niño. Esa es la advertencia central que plantea The Apprentice, y llega a pocas semanas de las elecciones.

Desde que Trump anunció en 2015 que se postulaba a la presidencia, he sostenido públicamente que lo único que limita su comportamiento como presidente —entonces y ahora— es hasta dónde cree que puede salirse con la suya. Trump ha dejado claro que cree que hoy puede hacer mucho más y salirse con la suya. Si vuelve a ganar la presidencia, es difícil imaginar que tenga mucho más en mente que la venganza y el dominio —y al diablo las consecuencias— en esa búsqueda de toda la vida, condenada al fracaso, por sentir que es suficientemente bueno.

Tony Schwartz es autor de El arte de la negociación y director ejecutivo de The Energy Project, una consultoría de desarrollo del liderazgo.

The New York Times

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