No hay una forma segura de convertir a los adolescentes en megaestrellas

Por Jennifer Weiner

The New York Times

Weiner, novelista, escribe con frecuencia sobre género y cultura.

Liam Payne tenía apenas 14 años cuando tuvo su primera oportunidad de triunfar, al presentarse al exitoso programa de creación de estrellas The X Factor. Tenía 17 años cuando los jueces del programa lo juntaron con Harry Styles, Zayn Malik, Niall Horan y Louis Tomlinson —todos ellos cantantes y bailarines jóvenes, guapos, telegénicos pero empáticos— y crearon One Direction, una de las mayores boy bands de la historia. Publicaron cinco álbumes de estudio y 17 sencillos de éxito y realizaron cuatro giras mundiales, viajando con un estudio de grabación portátil para poder grabar un álbum mientras promocionaban otro.

Dondequiera que One Direction iba en el mundo, los fans se reunían por miles, a veces atrapando a los miembros de la banda en sus hoteles. Esos fans y millones más, aprovechando al máximo las plataformas emergentes de las redes sociales, consumían ávidamente las noticias sobre la vida de las jóvenes estrellas, desde sus triunfos más impresionantes hasta sus reveses más humillantes. “Cuando Harry Styles vomitó en una autopista de Los Ángeles tras una noche de fiesta en 2014″, escribió Clara Gaspar el jueves en The Daily Mail, “todos nos enteramos, y una fan erigió un santuario en el lugar donde había vomitado”.

Payne tenía 31 años cuando, el miércoles, murió tras una caída de tres pisos desde el balcón de un hotel de Buenos Aires. Los fans reaccionaron con un derroche de dolor, junto con algo mucho más punzante: repugnancia por la fábrica de fama que lo había moldeado según sus designios, al igual que había hecho con antiguas estrellas infantiles como Michael Jackson, Britney Spears y Lindsay Lohan, quienes sufrieron conflictos en la edad adulta, y Amy Winehouse y la megaestrella del K-pop Moonbin, ambas fallecidas en sus veintes. “El trágico Liam Payne fue engendrado por la máquina del pop que rompe a sus estrellas”, rezaba un titular de The Sun. “Los chicos de One Direction estaban sometidos a una fama tan deslumbrante”, escribió Poppy Sowerby en UnHerd, “que penetra en cualquier vulnerabilidad y busca venganza sin fin por, como es inevitable, no acabar siendo la persona que una fan de 12 años imaginó que eras hace 10 años”.

Me hizo pensar en las boy bands y los niños actores; en la toxicidad de la fama y la complicidad de los fans; en cuánto —y a quién— estamos dispuestos a sacrificar en nombre del entretenimiento… y, en última instancia, del fútbol americano profesional.

Ténganme paciencia.

Desde la década de los 2000, el mundo tiene sobradas evidencias de que los jugadores de la NFL que reciben golpes fuertes corren el riesgo de desarrollar encefalopatía traumática crónica, una enfermedad cerebral que puede provocar cambios de humor, pérdida de memoria, depresión e incluso suicidio.

Sin embargo, la audiencia televisiva nunca ha sido tan numerosa. Sí, algunos de los jugadores morirán de forma horrible tras experimentar deterioro mental, enfermedades psiquiátricas, cambios de humor, pérdida de memoria, ataques violentos y cambios de personalidad que les causarán dolor y sufrimiento a ellos y a sus seres queridos. Pero, vamos. ¿Por qué dejar pasar la oportunidad de pasar un domingo de otoño con tu amado equipo enfrentándose a sus odiados rivales?

La fama, como el fútbol, pasa factura. Los efectos pueden ser especialmente desestabilizadores cuando la estrella en cuestión no es más que un niño. Y, con demasiada frecuencia, quienes deberían velar por estas personas valiosas y vulnerables se aprovechan de ellas. “Los niños no son más que un signo de dólar cuando aparecen en el plató”, dijo recientemente Bryan Hearne, una antigua estrella infantil. “Nadie se toma en serio la salud mental de nadie, y eso es totalmente desafortunado”. “La gente se escandalizó mucho por algunas de las cosas que hice”, dijo a una entrevistadora Miley Cyrus, la estrella infantil de Disney convertida en estrella del pop, sobre su época de Wrecking Ball y las ondas expansivas que produjo. “Debería ser más escandaloso que, cuando tenía 11 ó 12 años, me hicieran peinado y maquillaje completos, me pusieran una peluca y me dijeran lo que tenía que ponerme un grupo de hombres, en su mayoría maduros”.

Payne también describió que se sentía atrapado. “No hay botón de parada”, le dijo a Jessie Ware, presentadora del pódcast Table Manners, en 2019. Por aquel entonces, One Direction se había disuelto; Payne emprendió una carrera en solitario, pero luchó contra la adicción y batalló con sus relaciones con sus antiguos compañeros de banda y sus exnovias. “No tienes ningún control sobre tu vida”, dijo sobre su experiencia del estrellato juvenil. “Por eso perdí el control absoluto de todo”.

Payne lo sabía. Nosotros también lo sabemos. Convertir a los niños en celebridades internacionales, ponerlos en el escenario mundial y hacer brillar los focos sobre cada una de sus acciones, sexualizarlos al tiempo que se les infantiliza, decirles que son semidioses pero no dejarles tomar decisiones por sí mismos, es peligroso. Hay una larga lista de vidas dañadas —adicciones, problemas de salud mental, fracasos, muertes trágicas— que lo demuestran. Pero, vamos. ¿Por qué iba a dejar pasar la industria discográfica la oportunidad de convertir a ese adolescente esperanzado en un centro de ganancias multimillonarias?

El jueves, algunos compañeros famosos de Payne pidieron a la industria musical que impusiera medidas de seguridad para proteger la salud mental de los artistas. Claro, es una buena idea, como lo fue cuando la NFL introdujo cambios destinados a reducir la posibilidad de lesiones cerebrales. Pero fueron arreglos graduales que han dejado el juego en gran medida como estaba. Mientras haya fans a los que monetizar y jóvenes dispuestos a ser el alimento, en cuerpo y alma, de la máquina de la música pop, habrá girl groups y boy bands construidos por los productores, cuyos miembros serán lanzados a la estratósfera como adolescentes, serán historia antigua a los 25 y desaparecerán antes de haber tenido la oportunidad de crecer.

The New York Times

Comentarios
Difundelo
Permitir Notificaciones OK No gracias