Si crees saber cómo serán los próximos 4 años en EE. UU., te equivocas

Por Adam Grant

The New York Times

Grant, colaborador de Opinión, es psicólogo organizacional de la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania.

Puede que los humanos seamos la única especie capaz de imaginar un futuro desconocido. Pero eso no significa que lo hagamos bien.

Nos equivocamos sistemáticamente sobre la carrera que vamos a elegir, adónde nos vamos a mudar y a quién vamos a amar. Y fracasamos aún más estrepitosamente cuando intentamos predecir los resultados de los acontecimientos nacionales y mundiales. Al igual que los meteorólogos que intentan predecir el tiempo más allá de unos días, no podemos prever todas las variables y los efectos mariposa.

En un estudio histórico, el psicólogo Philip Tetlock evaluó varias décadas de predicciones sobre acontecimientos políticos y económicos. Descubrió que “el experto promedio era aproximadamente tan preciso como un chimpancé que lanza dardos”. Aunque los pronosticadores expertos eran mucho mejores, no podían ver a la vuelta de las esquinas. Nadie podía prever que el giro equivocado de un conductor pondría al archiduque Francisco Fernando en el camino de un asesino, precipitando la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, una corazonada sobre el futuro puede parecer una certeza porque el presente es tan abrumadoramente, bueno, presente. Nos mira a la cara. Especialmente en momentos de gran ansiedad, puede ser demasiado tentador —y demasiado peligroso— convencernos de que el futuro es igual de visible.

En 1919, cuando el Tratado de Versalles puso fin a la Primera Guerra Mundial, las potencias aliadas lo celebraron. El mundo volvía por fin a la paz. No tenían ni idea de que la humillación nacional de aquel tratado sembraría las semillas de otra guerra mundial. Del mismo modo que una tragedia puede hacernos olvidar la posibilidad de un resquicio de esperanza, un triunfo puede cegarnos ante la perspectiva de terribles repercusiones.

En 2008, los demócratas se regocijaron con la victoria de Barack Obama, inconscientes de cómo allanaría el camino para el ascenso de Donald Trump. En 2020, los demócratas estaban encantados con la victoria de Joe Biden, seguros de que era el mejor resultado. Pero, en retrospectiva, ¿tenían razón?

Piensa en cómo habrían sido las cosas si Trump hubiera ganado esas elecciones. No habría habido una gran mentira. No habría habido insurrección del 6 de enero. Ni la doctrina de la Corte Suprema sobre la inmunidad presidencial. Menos intereses personales y más personas moderadas para mitigar los peores impulsos del presidente. Y en la campaña presidencial de este año, habríamos votado por una nueva lista de candidatos republicanos y demócratas, totalmente examinados en las primarias de los partidos. Por supuesto, también es posible que hubieran ocurrido cosas aún peores. No hay forma de saberlo. Y esa es precisamente la cuestión.

Reconocer que el futuro es incognoscible puede aportar cierto consuelo cuando parece que el mundo está hecho añicos. También puede ofrecer una dosis de humildad muy necesaria en un mundo caótico, en el que nuevas tecnologías como la inteligencia artificial aceleran el ritmo del cambio y hacen que sus efectos sean mucho más difíciles de adivinar. Incluso las Casandras que consiguen anticipar acontecimientos extremos suelen ser suertudas, no inteligentes; tienden a sobrevalorar los escenarios improbables y a errar en los resultados probables.

Nuestra dificultad para predecir el futuro no se limita a los acontecimientos. También se aplican a nuestros sentimientos. En el calor del momento, sobredimensionamos nuestra angustia hoy y subestimamos nuestra capacidad de adaptación mañana.

Las elecciones son un ejemplo perfecto. En 2008, los estudios mostraron que los partidarios de John McCain sobrestimaron lo infelices que serían después de que Obama ganara las elecciones. En 2016, cuando Trump venció a Hillary Clinton, las investigaciones revelaron que, aunque el estrés era elevado entre sus partidarios la noche de las elecciones, su estado de ánimo empezó a recuperarse al cabo de uno o dos días. En las encuestas realizadas antes y después, los liberales declararon estar deprimidos solo si se les preguntaba directamente por las elecciones de 2016; en realidad, no acabaron más deprimidos durante el año siguiente. A través de millones de tuits, los sentimientos negativos sobre las elecciones de 2016 entre los votantes demócratas tardaron solo una semana en volver a la línea de base anterior a las elecciones, y en los estados azules no hubo aumentos en las búsquedas en Google sobre depresión o uso de antidepresivos.

La derrota política es un ejemplo de lo que los psicólogos llaman pérdida ambigua. Puede que lloremos la muerte de nuestras esperanzas y sueños, pero es temporal. Olvidamos que, a diferencia de las personas, los planes pueden resucitar. Eso fue cierto para los partidarios de Trump en 2020, y es cierto para los demócratas ahora.

El dolor y la tristeza nunca son permanentes. Evolucionan con el tiempo y, en el mejor de los casos, nos ayudan a darles sentido, a encontrarles significado y a impulsar el cambio. Como dijo la autora y conductora de pódcast Nora McInerny: “No superamos el dolor. Avanzamos con él”.

La pérdida ambigua no es un funeral. Es un ajuste de cuentas. Como tocar una estufa caliente, duele para que no nos perdamos sus lecciones. Sentirse devastado por una elección es una señal para averiguar qué salió mal para que no vuelva a ocurrir. Un sentimiento de justa indignación puede animarnos a defender nuestros principios. La ansiedad por lo que pueda venir después puede ayudarnos a salir de la autocomplacencia.

Es inquietante darse cuenta de que no tenemos poder para predecir el futuro, porque significa que no controlamos nuestro destino. En circunstancias buenas, eso puede hacernos contener la respiración. Pero en los tiempos difíciles, aceptar la incertidumbre resulta liberador. Nos recuerda lo rápido que puede cambiar nuestra suerte.

The New York Times

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