Extorsión periodística
Guido Gómez Mazara
No todo el que tiene acceso a un medio de comunicación es periodista. Hablar, escribir o subir un comentario en las redes puede reputarse de modalidad comunicacional, pero el ejercitante no puede ser confundido con un profesional del área. La perturbación del rol encontró en la democratización de los medios la vía perfecta en la estructuración de un mundo de la información asaltado por exponentes perfectos de la trágica etapa de arrabalización de la opinión pública.
La multiplicidad de actores en el universo de los medios ha ido conformando una red de personajes con bastante habilidad para sacar provecho económico de lo que hablan o escriben. Distantes de la objetividad, rentabilizan sus dislates porque encontraron al político y/o empresario temeroso de dañar su imagen. Lamentablemente, por vía de consecuencia, el potencial afectado toma la vereda de pagar por un silencio sin dimensionar los niveles de estímulo que favorece reproducir la malsana práctica de la extorsión en el mundo de la comunicación. Y de un momento, el interesado en preservar su dosis de reputación bien cuidada termina resolviéndole toda clase de urgencias personales a la red de opinantes.
El amplio mundo de soluciones privadas es tan extenso que facilita en el presupuesto de la institución, si es funcionario público hasta tocar bolsillos privados de empresarios siempre aptos para esquivar afectaciones íntimas.
La extraña mezcla de una comunicación poco rigurosa con el afán de acumulación económica exhibe las características de una peligrosidad inimaginable, con ribetes de trasladar el histórico deseo de defender causas desde la opinión con pensar nada más en costos.
Fíjense en el tono estridente de la nueva versión de comunicadores, casi siempre, de una limitación intelectual evidente. Y en el ingrediente político de creer posible ganar por la fuerza de sus comentarios.
Además, la coordinación y grado de agresividad injuriosa guarda una relación directa con los fondos de financiamiento interesados en calentar la gestión o aspiración, convencidos de su capacidad de derribo en la sociedad del espectáculo.
El clan de extorsionadores tiene vigencia porque la opulenta dimensión de los presupuestos publicitarios y la inagotable cartera de un porcentaje de miembros de la fauna partidaria, sirve de sustento al goloso afán de estructurar estilos de vida suntuosos a golpe de opinión favorable. Y sin darnos cuenta queremos culpar a unos sin generar el grado de responsabilidad de los otros.
Por desgracia, nunca la opinión pública ha tenido tanta cancha para habilitar a jugadores del chantaje que, bajo el amparo del noble concepto del periodismo bien ejercido, están desacreditando lo que tantas horas de esfuerzo, muerte y sacrificio ha costado al modelo democrático.
La respuesta es no ceder, impedir que el fenómeno siga aprovechándose de la debilidad y complicidad de los que falsamente creen en la potencialidad dañina de un club de rufianes siempre dispuestos a promover corrientes de opinión y relatos. Y todo por una cuantía de las papeletas colocadas en sus bolsillos.
Hoy