La democracia desamparada en América Latina

Flavio Darío Espinal

La transición democrática en Chile en 1990 marcó el fin de un largo ciclo de varias décadas en el que predominaron los regímenes autoritarios en América Latina. Con excepción de Cuba, los países latinoamericanos empezaron la década de los noventa del siglo XX con gobiernos democráticamente electos. Fue un momento excepcional en la vida de la región, pues nunca se había dado una situación similar.

En ese contexto de democratización prendió la idea de incorporar en los compromisos políticos y jurídicos de la región la noción de defensa colectiva de la democracia, es decir, que los Estados americanos, en acción coordinada, apoyaran la democracia en cualquier país en la que esta fuese quebrada o estuviese seriamente en riesgo. Este enfoque novedoso en el sistema jurídico interamericano se plasmó por primera vez en la Resolución 1080 que adoptó la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en Santiago, Chile, en 1991, según la cual los Estados examinarían y actuarían colectivamente «… en caso de que se produzcan hechos que ocasionen una interrupción abrupta o irregular del proceso político institucional democrático o del legítimo ejercicio del poder por un gobierno democráticamente electo en cualquiera de los Estados miembros de la Organización…». Una década más tarde, los ministros de Relaciones Exteriores de la región adoptaron, en Lima, Perú, la Carta Democrática Interamericana, la cual amplió y fortaleció la noción de defensa colectiva de la democracia.

Con esa normativa, la comunidad interamericana llevó a cabo algunas acciones colectivas en defensa de la democracia, unas de manera relativamente exitosa, como en Perú en la crisis política de 2000 tras la segunda reelección de Alberto Fujimori, y otras de manera poca exitosa, como en Haití tras el golpe de Estado contra Jean- Bertrand Aristide en 1991, coyuntura en la que la comunidad internacional adoptó medidas que resultaron ser desastrosas para el futuro de ese país. En todo caso, en la región había un ambiente propicio para que los Estados pusieran en primer plano su compromiso con la defensa de la democracia, siempre con la reserva de que cualquier acción que se emprendiese debía respetar la soberanía de cada país.

El consenso democrático fue efímero. Hugo Chávez comenzó a liderar un movimiento político, con ramificaciones fuera de su país, que cuestionaba la democracia representativa en nombre de la «democracia participativa» y el «socialismo del siglo XXI». Muy pronto las relaciones políticas en la región se hicieron tensas y complejas, lo que fue debilitando la capacidad de acción colectiva en defensa de los pilares básicos de la democracia, de cualquier tipo que sea: elecciones libres, pluralismo, respeto a la voluntad popular, alternancia en el poder, sometimiento del poder militar al poder civil y el respeto a las libertades de las personas.

Cada vez más, en nombre de la soberanía se invoca la no interferencia en los asuntos internos de los Estados, independientemente de que se violen reglas elementales de la convivencia democrática. Los casos de Venezuela y Nicaragua son particularmente emblemáticos por los resortes represivos que han puesto en práctica los regímenes de esos países con el fin de que sus gobiernos se perpetúen en el poder. Según el discurso «soberanista» de cierta «izquierda», hay que aceptar, sin interferencia alguna, lo que suceda en cada país como una cuestión estrictamente de orden interno. Vale decir que el presiente chileno Gabriel Boric es el único líder de izquierda que ha mantenido un discurso y una acción coherente en defensa de la democracia y los derechos ciudadanos.

De su parte, la derecha política tiene también sus contradicciones. Una parte de ella es democrática, como lo fue Sebastián Piñera, por ejemplo, pero otra parte de la derecha se mueve cada vez más hacia métodos no democráticos, como es el caso de Nayib Bukele en El Salvador, independientemente de que goce de mucha popularidad. De hecho, uno de los rasgos de la derecha en América Latina, como en otras partes del mundo, es que se radicaliza cada vez más en la adopción de enfoques autoritarios sobre cómo enfrentar los problemas que afectan las sociedades, entre estos la inseguridad y la migración, lo cual encuentra un terreno fértil para su aceptación ante la incapacidad de los gobiernos democráticos de dar respuestas efectivas a esos acuciantes problemas.

Este cuadro político regional pone de manifiesto que se ha diluido en la región el compromiso con la defensa colectiva de la democracia, un escenario muy distinto al que se vislumbró a principios de la década de los noventa. La OEA está completamente paralizada, sin capacidad de acción ni liderazgo, lo que implica que no hay espacios multilaterales para abordar seriamente los problemas políticos de la región, mucho menos para llevar a cabo acciones concertadas a favor de la democracia. Los mecanismos ad-hoc de expresidentes latinoamericanos que abogan por la defensa de la democracia tienen un valor simbólico, pero carecen de eficacia práctica. Por su parte, Estados Unidos, con otros frentes que atender en el escenario internacional, tiene muy poco margen de acción para incidir significativamente a favor de la democracia, como muestra el hecho de que ni el gobierno de Joe Biden ni el primero de Donald Trump pudieron hacer mucho para que la democracia pudiese prevalecer en países como Venezuela y Nicaragua, entre otros. Está por verse qué hará el presidente Trump en su segundo período, pues hasta ahora no se ha delineado ninguna política específica con relación a esta cuestión.

Por todo esto, puede decirse que la democracia en América Latina está desamparada. No se vislumbra un cambio de ambiente que favorezca un compromiso colectivo con el sistema democrático, pero tampoco es deseable que la respuesta sea la acción unilateral, pues, como dice el refrán, el remedio puede resultar peor que la enfermedad. En fin, todo parece indicar que continuará la dispersión en el ambiente político regional que hará sumamente difícil que los Estados asuman la defensa de la democracia como un compromiso compartido, lo cual resulta muy conveniente para los regímenes autoritarios, sean de izquierda o de derecha. Desde luego, nada está escrito sobre piedra, por lo que hay que mantener la esperanza de que esa dinámica pueda cambiar y que se generen corrientes políticas, iniciativas y liderazgos que vuelvan a poner la defensa de la democracia como un principio definitorio de la comunidad interamericana.

Diario Libre

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