Francisco, el Papa que reformó sin romper

Juan Ariel Jiménez

El mundo entero llora la partida del Papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano de la historia. Para muchos, su imagen quedará grabada como la de un Sumo Pontífice sencillo, que usaba zapatos comunes, vivía en una residencia modesta y hablaba con un tono humilde. Pero más allá de su cercanía y humildad, un elemento que debería ser admirado y estudiado es su valentía y estrategia como líder reformador. Francisco supo empujar transformaciones profundas en una institución milenaria sin provocar una fractura interna que pusiera en riesgo su unidad.

El Papa Francisco entendió que la Iglesia necesitaba cambiar, pero que no podía permitirse romperse. Por eso, usó la paciencia como aliada y el pragmatismo como brújula. Su estilo recuerda mucho al del Papa Juan XXIII, quien en los años sesenta impulsó el Concilio Vaticano II, abriendo las puertas y ventanas de la Iglesia para acercarla más a la gente. Fue con Juan XXIII que se acabó la misa en latín y el cura dejó de darle la espalda a los feligreses. Ahora, con Francisco, la iglesia católica ha vivido otra ola de transformaciones igual de significativas, aunque más silenciosas.

Uno de los frentes más complejos que enfrentó fue la lucha contra la corrupción y la impunidad, tanto financiera como ética. Al igual que muchos, el Papa Francisco sabía que en toda organización humana hay trigo y cizaña, incluyendo en el Vaticano, y a pesar de la resistencia interna, impulsó medidas para mejorar la transparencia y luchar contra la impunidad. Creó nuevos organismos de supervisión financiera, puso más controles en la contratación y, en 2021, emitió un motu proprio que prohibía a los miembros del Vaticano invertir en paraísos fiscales o en empresas que chocaran con la doctrina católica. Bajo su liderazgo se cerraron nada más y nada menos que 5,000 cuentas bancarias irregulares del Instituto para las Obras de Religión (IOR), mejor conocido como el “Banco del Vaticano”.

Pero no se quedó ahí, sino que también luchó contra los casos de pederastia y abusos sexuales cometidos en el pasado. En 2015 fundó la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, para prevenir y sancionar los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Reformó el Código de Derecho Canónico para imponer castigos más severos y eliminó, en 2019, el llamado “secreto pontificio” que impedía la transparencia en las investigaciones. Un paso valiente, pero que devolvió mucha credibilidad y confianza al liderazgo católico.

Otro de sus aportes fue abrir más espacio para las mujeres. Es verdad que no llegó a ordenar mujeres en el sacerdocio, pero dio pasos importantes hacia una Iglesia más inclusiva. Fue el primer Papa en nombrar a una mujer al frente de una oficina administrativa del Vaticano. Incluyó mujeres en el consejo que elige obispos, en el organismo que supervisa las finanzas, y nombró a la hermana Raffaella Petrini como presidenta de la Ciudad del Vaticano. Este mismo año nombró a Simona Brambilla como prefecta, siendo la primera mujer en ocupar ese cargo. Son avances concretos que, aunque parezcan pequeños, rompen siglos de exclusión. También fue un puente con otras religiones. Francisco tuvo encuentros históricos con líderes del Islam y del judaísmo. Firmó un documento por la fraternidad humana con el Gran Imán de Al-Azhar y viajó hasta Irak para reunirse con el líder chiita Ali Al Sistani. Allí dejó claro que la paz solo es posible con respeto mutuo y colaboración entre religiones. Y cuando algunos intentaron vincular el Islam con el terrorismo, Francisco no dudó en responder: “Si hablo de violencia islámica, también tengo que hablar de violencia católica”. Un mensaje potente y necesario en un mundo que a veces se apresura a juzgar por religión o nacionalidad.

A modo de legado para la historia, su visión reformadora y participativa quedó plasmada en el Sínodo de la Sinodalidad. El Papa Francisco impulsó este proceso como una gran consulta dentro de la Iglesia, no solo con obispos, sino también con laicos, mujeres y grupos que antes eran marginados. El resultado: un llamado a dar más poder de decisión a los laicos, más participación femenina, más transparencia y más rendición de cuentas. En otras palabras, una Iglesia más horizontal, más democrática y más consciente de su tiempo.

El Papa Francisco entendió que liderar no es imponer, sino escuchar. Que reformar no es destruir, sino transformar desde dentro. Y que para cambiar una institución con dos mil años de historia, hace falta más que buenas intenciones: se necesita inteligencia estratégica y un profundo amor por lo que se quiere mejorar. Hoy, además de llorarlo, toca agradecerle. Porque le deja al mundo una Iglesia católica más abierta, más transparente y más conectada con el día a día de las personas. Pero sobre todo, nos deja un ejemplo de liderazgo que trasciende la religión. Su vida y su obra son una lección para toda aquella persona que quiera construir un mundo mejor sin generar rupturas innecesarias.

Al Papa Francisco le debemos una lección histórica de liderazgo de servicio, ese que muestra que se puede reformar sin romper, que se puede cambiar sin dividir, y que se puede liderar con firmeza… sin dejar de ser humilde.

Listín Diario

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