El único golpe de brillantez de Trump

Por David Brooks

The New York Times

Columnista de Opinión

He detestado al menos tres cuartas partes de lo que el gobierno de Donald Trump ha hecho hasta ahora, pero posee una cualidad que no puedo dejar de admirar: la energía. No sé qué cliché lanzarte, pero está marcando a presión, yendo a toda máquina, avanzando vertiginosamente en todos los frentes a la vez. Funciona a un ritmo tremendo, tomando la iniciativa en una esfera tras otra.

El Times  Una selección diaria de notas en español que no encontrarás en ningún otro lugar, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox.

Se ha abierto una brecha de vitalidad. El gobierno de Trump es como un supercarro con 1000 caballos de potencia, y sus oponentes han estado deslizándose en motonetas. Tendrías que remontarte al gobierno de Franklin Roosevelt en 1933 para encontrar una presidencia que haya funcionado con tanto brío durante sus primeros 100 días.

Algo de esto es inherente a la naturaleza del presidente Trump. No es un hombre culto, pero es un hombre enérgico, un hombre asertivo. Los antiguos griegos dirían que posee un thumos torrencial, un núcleo ardiente de ira, un ansia de reconocimiento. Toda su vida ha seguido adelante con nuevos proyectos y ha intentado nuevas conquistas, a pesar de repetidos fracasos y quiebras que habrían humillado a un no narcisista.

La iniciativa depende de la motivación. El gobierno de Trump está impulsado por algunos de los deseos humanos más atávicos y poderosos: el resentimiento, el deseo de poder, el deseo de venganza.

El gobierno también está impulsado por su propia forma de justa ira. Sus miembros tienden a sentir un claro odio que los consume hacia el poder tradicional del país y una poderosa convicción de que, para que la nación sobreviva, hay que derribarlo. Este propósito claro les da la capacidad de ver las cosas con sencillez, lo cual es una ventaja tremenda cuando intentas impulsar el cambio. Este claro propósito se combina con la temeraria audacia de Trump, su voluntad de, por ejemplo, declarar una guerra comercial contra todo el mundo, sin tener ni idea de cómo acabará.

He llegado a pensar en el equipo de Trump menos como un gobierno presidencial o incluso como representante de un partido político y más como una vanguardia revolucionaria. La historia está llena de ejemplos de minorías apasionadas que toman el poder sobre mayorías desorganizadas y pasivas: los jacobinos durante la Revolución Francesa, los bolcheviques durante la Revolución Rusa, el Partido Comunista de Mao en China, el Movimiento 26 de Julio de Castro en Cuba. Estos movimientos no siempre poseían recursos superiores; poseían audacia, decisión y claridad de objetivos superiores.

En 2016 la vanguardia trumpiana impuso su voluntad al Partido Republicano. En 2025 ha conseguido imponer su voluntad a todo el poder ejecutivo. Con ello, la vanguardia intenta imponer su voluntad al país.

Para comprender por qué es tan importante tomar la iniciativa, lo mejor es leer a grandes estrategas militares como Sun Tzu, Carl von Clausewitz, Martin van Creveld, BH Liddell Hart y John Boyd. Me parece una locura que ahora sea posible graduarse tras cuatro años en una universidad sin haber leído a ninguno de estos pensadores. Tales estudiantes salen sin estar preparados para un mundo frecuentemente adversario.

De estos estrategas aprendes que un líder que toma la iniciativa obliga a sus oponentes a reaccionar. Obliga a sus adversarios a responder cuando aún no están preparados. Destruye la planificación del enemigo presentándole situaciones que no había previsto. El propósito de la ofensiva permanente es producir en la mente de tus oponentes una sensación de desorientación, actitud defensiva, perturbación y sobrecarga mental. (Bienvenido al moderno Partido Demócrata).

El líder que inicia constantemente también comprende que cada momento en que no actúas, estás cerrando opciones futuras. Estás permitiendo que tus oponentes configuren el paisaje de forma que bloqueen caminos alternativos. Boyd, un arisco estratega de las Fuerzas Aéreas, sostenía que el combate aéreo no consiste principalmente en quién tiene más potencia de fuego, sino en quién puede maniobrar con mayor velocidad y producir más energía.

El estilo ofensivo de Trump aprovecha las singulares debilidades de la actual clase dirigente estadounidense. Durante su primer mandato, el observador social Chris Arnade bromeó diciendo que los oponentes de Trump eran la clase de niños que se sentaban en la primera fila de clase, mientras que los partidarios de Trump eran los niños que se sentaban al fondo de la clase. Es una burda generalización, pero no del todo errónea.

Las personas que triunfaron en la meritocracia actual no suelen tener el espíritu de Trump. El sistema elimina a esas personas y recompensa a quienes pueden manejar los obstáculos que sus mayores les han puesto delante.

Los miembros de la élite educada (¡culpable!) tienden a actuar por análisis, no por instinto, lo que les hace más lentos en comparación con los Trump del mundo. Tienden a creer que si dicen algo o escriben algo (ejem), han hecho algo. El sistema engendra un miedo al fracaso del que carece en gran medida el más audaz Trump. Dichas élites asumen a veces que si pueden persuadirse a sí mismas de que son moralmente superiores, eso constituye en sí mismo la victoria; es todo lo que necesitan hacer.

Fatalmente, Estados Unidos tiene ahora una clase dominante que es ambivalente en cuanto a ser una clase dominante. En su día, los blancos anglosajones protestantes de sangre azul como Roosevelt estaban totalmente seguros de su derecho a gobernar, totalmente seguros de que podían hacer frente a cualquier cosa que el futuro les deparara. Pero desde la década de 1960, a las sucesivas generaciones, educadas en todo tipo de cosas, desde Woodstock hasta el hip-hop, se les ha enseñado que lo establecido es malo. Se les ha enseñado, en palabras de aquellos famosos anuncios de Apple, a celebrar a “los locos, los inadaptados, los rebeldes”.

Cuando esas personas crecieron y se convirtieron en la clase dominante —ocupando altos cargos en la abogacía, el gobierno, las universidades, los medios de comunicación, las organizaciones sin fines de lucro y los consejos directivos— se convirtieron en el tipo de almas ambivalentes que no están dispuestas a tomar partido en una lucha. Se niegan a aceptar el hecho de que toda sociedad tiene una clase dirigente y que, si te encuentras en ella, tu principal trabajo es defender sus instituciones, como la Constitución, el periodismo objetivo y los centros de investigación científica, cuando el lobo feroz venga a derribarlo todo. Durante esta crisis, el “Estado profundo” ha sido realmente decepcionante. ¿Dónde están todas esas maquinaciones maquiavélicas de House of Cards que yo esperaba?

Cuando una vanguardia revolucionaria pone de cabeza a una clase dominante, esta rara vez se recupera. Cuando los revolucionarios golpean con un martillo a las instituciones gobernantes, estas suelen desmoronarse como estuco. Relativamente poca gente estaba dispuesta a luchar por el zar cuando Lenin llegó a la ciudad. Cuando Trump se enfrentó al poder establecido republicano en 2016, resultó que no había nadie en casa.

Así que tengo tres grandes preguntas. En primer lugar, ¿puede la gente que dirige y defiende las instituciones de Estados Unidos hacer acopio de élan vital? ¿Pueden hacer acopio de moral para luchar contra la embestida trumpiana? En segundo lugar, ¿tienen tanta claridad de objetivos como la gente de Trump? Tercero, ¿tienen una estrategia?

Mi respuesta a estas preguntas es que se están haciendo progresos.

Sobre la moral: el comportamiento de Trump ha despertado una gran indignación moral. Ha despertado en el corazón de la gente la sensación de que aquí se está pisoteando algo sagrado: la democracia, el Estado de Derecho, la libertad intelectual, la compasión, el pluralismo y el intercambio global. Vale la pena luchar por estas cosas.

Sobre la claridad de objetivos: los oponentes de Trump aún no han producido el tipo de declaración de objetivos de una sola frase que él produce: que las élites nos han traicionado, por lo que debemos destruirlas. Pero creo que cada vez más gente se da cuenta de que somos beneficiarios de una preciosa herencia. Nuestros antepasados nos legaron un sistema judicial, grandes universidades, organizaciones de ayuda compasiva, grandes empresas y genios científicos. Mi declaración de principios sería: Estados Unidos es grande, y lucharemos por lo que ha hecho grande a Estados Unidos.

Sobre la estrategia: la mayor fuerza de Trump, su iniciativa, es su mayor debilidad. Carente de todo sentido de la prudencia, no entiende la diferencia entre un riesgo y una apuesta. Hace cosas atrevidas e increíblemente autodestructivas, ahora a escala mundial. Una vanguardia revolucionaria es solo tan fuerte como sus eslabones más débiles, y el gobierno de Trump es a los eslabones débiles lo que el Desfile de las Rosas es a los pétalos de las flores.

Entiendo que los oponentes de Trump no quieran sentarse pasivamente a esperar a que implosione. Pero no tienen por qué hacerlo. Clausewitz sostenía que quien intenta hacer grandes cosas se encuentra con “fricciones”: sorpresas desagradables, tensión en las filas, errores no forzados, rupturas desafortunadas. El principal trabajo de los oponentes de Trump ahora es maximizar la cantidad de fricción a la que se enfrenta cuando intenta poner en marcha sus planes: demandas, filtraciones, falta de cooperación, falta de acuerdos, retrasos, meterse en su cabeza con guerra psicológica. Necesita despertarse cada día con tal tormenta de problemas que se le agrieten las mejillas.

Los demócratas harán el mayor bien si consiguen dejar de sonar como demócratas por el momento, con toda la retórica cansina sobre la oligarquía y la economía del goteo. Estarán en su mejor momento si pueden defender los logros de los últimos 250 años de historia estadounidense: la Constitución, las alianzas de posguerra, Medicare y Medicaid.

Un pasaje de la edición de 1909 del Reglamento del Servicio de Campo del Ejército Británico parece la nota adecuada para terminar: “El éxito en la guerra depende más de las cualidades morales que de las físicas. La destreza no puede compensar la falta de valor, energía y determinación”.

The New York Times

Comentarios
Difundelo