Diálogo sobre la cuestión haitiana
Flavio Darío Espinal
El anuncio del presidente Luís Abinader de que invitará a los expresidentes de la República a un diálogo sobre la cuestión haitiana abre la posibilidad de que, si se lleva a cabo ese encuentro, se produzca una dinámica política que genere lineamientos de consenso sobre cómo afrontar los desafíos que plantean a la República Dominicana tanto la inmigración haitiana como la, hasta ahora, intratable crisis de violencia e inseguridad que se vive en Haití. Estas dos realidades están, sin duda, conectadas. No obstante, la inmigración haitiana empezó muchas décadas antes, promovida originalmente por acuerdos entre el Estado dominicano y el Estado haitiano para proveer de mano de obra a la industria azucarera y más adelante a través de flujos informales de inmigrantes haitianos atraídos por una economía dominicana en creciente expansión que demandaba -y sigue demandando- trabajadores para múltiples actividades productivas.
Hasta ahora, lo que se percibe en el debate público sobre la problemática haitiana es una competencia por capitalizar políticamente el malestar social con la inmigración haitiana, lo que no da margen para un diálogo sincero que desemboque en políticas racionales y duraderas. Los denominados grupos nacionalistas le ponen presión al Gobierno con actos de protestas cada vez más visibles y desafiantes en los que reclaman medidas drásticas para expulsar todos los haitianos del territorio nacional, a lo que el Gobierno responde cíclicamente con medidas cada vez más drásticas que no parecen satisfacer a nadie. A su vez, las fuerzas de oposición critican al Gobierno por no hacer lo que está supuesto hacer o por decir una cosa y hacer otra, al tiempo que múltiples sectores a los que les concierne directamente esta problemática -empleadores de mano de obra haitiana principalmente en la construcción y la agricultura- quedan fuera de la discusión.
De producirse este diálogo, hay aspectos sobre los cuales no debe ser difícil llegar a un consenso, entre los cuales están: uno, la necesidad de fortalecer la protección de la frontera a través de medios físicos, humanos y tecnológicos, incluyendo el muro, entendido este no como discurso retórico, sino como una herramienta de seguridad en la medida que se pruebe su efectividad para el fin propuesto; dos, la persecución judicial contra los participantes en las cadenas de tráfico de personas, lo que implica, ante todo, un esfuerzo excepcional de inteligencia y sistemas de monitoreo y control para rastrear y desmantelar los grupos que participan en esa actividad ilícita; tres, la necesidad de fortalecer la capacidad del Estado de deportar inmigrantes ilegales, pero con métodos compatibles con los mandatos legales y estándares aceptables de tratamiento a las personas que elimine o reduzca al máximo la violencia y los abusos; cuatro, ordenar mejor el mercado laboral con aplicación de la ley, pero sin dislocar los procesos productivos.
Desde luego, hay una gran distancia entre el dicho y el hecho. Estas medidas requieren un Estado fuerte, capaz de hacer valer su propia legalidad y cumplir lo mejor posible la función de proteger las fronteras y combatir no sólo el tráfico de migrantes, sino también otras actividades ilícitas que impactan directamente nuestra seguridad. De modo que, siendo sensatos, nadie puede esperar que esas metas se cumplan de la noche a la mañana por un simple ejercicio de voluntad, sino que estas requieren un sostenido esfuerzo de construcción de la capacidad institucional del Estado para que este pueda responder con eficacia a este enorme desafío que enfrenta la República Dominicana.
Ahora bien, hay un aspecto que podría definirse como «el elefante en la habitación». Cuando se habla de deportar a los inmigrantes ilegales, en términos prácticos esto quiere decir deportar a todos los haitianos que están en el país, pues estas personas no tienen camino alguno para llegar a su regularización migratoria. Se hizo un esfuerzo importante de regularización luego de la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional, pero este proceso colapsó por falta de continuidad. En el ambiente actual, ningún sector plantea públicamente la necesidad de regularizar una parte de la población migrante haitiana ni siquiera en sentido utilitario para atender la demanda de mano obra. Tampoco hay políticas claras encaminadas a la transformación productiva que nos haga menos dependientes de la mano de obra inmigrante, pues un aumento salarial del 25 % en las zonas francas y el turismo no constituye una política efectiva para la necesaria transformación en los sectores más dependientes de la mano de obra haitiana.
Defender la regularización de una parte de los inmigrantes haitianos se ha convertido en sinónimo de traición a la patria cuando la propia ley de migración la contempla, al igual que hizo el Tribunal Constitucional en la referida sentencia. Entonces, la política que prevalece es deportar a todos los haitianos, lo que no se logrará independientemente de los deseos de tanta gente. Esto causa que los trabajadores haitianos se encuentren en una posición todavía más vulnerable, por lo que estarán dispuestos a trabajar por salarios más bajos y en condiciones cada vez más precarias. Lo mismo ocurrirá con las mujeres parturientas, muchas de las cuales no llegan a los hospitales directamente de Haití, sino que viven en la República Dominicana, las cuales dejarán de ir a los hospitales y procurarán los servicios de salud, si es que se puede llamar de esa manera, en callejones y lugares clandestinos con personal no calificado. La premisa es que los haitianos son sólo una carga para el Estado dominicano y no aportan nada a la capacidad productiva y de generación de riquezas del país, lo que evidentemente no se corresponde en lo más mínimo con la realidad.
Por otra parte, vale decir que muchos en el país se entusiasmaron con la llegada de Donald Trump al poder pues entendían que su gobierno no se inmiscuiría con nuestra política de repatriaciones, además de que, pensaron, este se preocuparía por la seguridad regional y haría un esfuerzo mayor que el Gobierno de Joe Biden para desmantelar las bandas criminales y proveer orden en Haití. Esto último no se ha producido ni parece que se producirá, lo que da lugar a interpretar que están dejando este problema a los haitianos y, de alguna manera u otra, a los dominicanos. En cambio, las autoridades dominicanas han tenido que dedicarse a ver cómo el país sale lo mejor posible del aumento arancelario del Gobierno estadounidense que amenaza con mermar nuestras exportaciones a Estados Unidos, algo que no estaba en la previsión de nadie. En todo caso, la pregunta de qué hacer ante la crisis haitiana y el papel de la República Dominicana habría que hacerla en el diálogo entre el jefe de Estado y los expresidentes.
Estos temas hay que abordarlos con franqueza en ese posible diálogo, en el que, sin duda, hay que tomar en cuenta las preocupaciones de seguridad y protección de nuestras fronteras que plantean los llamados sectores nacionalistas, a la vez que se aborda con realismo qué hacer con una población trabajadora inmigrante, una parte de la cual tiene décadas viviendo en el país, que ha desempeñado un papel para nada desdeñable en la extraordinaria expansión económica que ha experimentado el país desde la década de los setenta en adelante. Ojalá se produzca este diálogo y que surjan consensos que le den continuidad de Estado a las políticas sobre la cuestión haitiana.
Diario Libre