Lo honroso y lo deplorable

Eduardo García Michel

Hay instantes que dejan huellas y honda impresión en los adolescentes.

Así lo experimenté cuando recibía clases de historia en mi pueblo natal de Moca, por ejemplo, sobre la batalla de Palo Hincado ocurrida el 7 de noviembre de 1808, que dio lugar a la reconquista del suelo del este de la isla de Santo Domingo como parte del imperio español.

La lectura en alta voz de la arenga que Juan Sánchez Ramírez dirigió a las tropas llenaba de flema patriótica a quienes recibíamos enseñanza.

De allí salíamos enfervorizados recitando la estrofa de la pieza: «Pena de la vida al soldado que volviere la cara atrás, pena de la vida al tambor que tocare retirada, y pena de la vida al oficial que lo mandare, aunque sea yo mismo».

El comportamiento ejemplar de nuestros bravos conciudadanos es digno de admiración. Hace no mucho tiempo me enteré de que uno de mis antepasados, Pedro Vásquez, participó con honores en la batalla de Palo Hincado, y fue sepultado años más tarde en la bóveda de los Dolores de la iglesia de Santa Bárbara.

Es de destacarse que, como consecuencia del triunfo sobre los franceses, el 12 de diciembre de 1808 fue convocada una asamblea en la Hacienda Bondillo que culminó con la designación del primer gobierno autónomo de lo que luego sería la República Dominicana, cuyo gobernador fue Juan Sánchez Ramírez.

Otro hecho digno de honra lo describe Thomas Madiou en su libro Historia de Haití. Dice: «Riviere (presidente de Haití) había salido de Azua a la cabeza de su ejército, tras saquearla a fondo e incendiarla cuando se marchaba…

Cuando llegó a orillas del Yaque reunió a los oficiales superiores de su ejército para consultarles qué partido tomar con respecto a la revolución del 3 de mayo de 1844 que había precipitado su caída. David Saint-Preux le dijo: presidente, el destino de una nación en ninguna circunstancia debe depender del poder de un hombre.

Sería usted un Dios. Desde el momento en que el pueblo le ha retirado su confianza, el honor le impone que desaparezca ante la voluntad general y no consentir que sea derramada ni una gota de sangre únicamente para retener el poder en sus manos».

El oficial haitiano Saint Preux, enaltece y dignifica a su pueblo.

En cambio, hay episodios que resultan deplorables. Uno de ellos lo cita el propio Madiou, cuando refiere que: «En algunas secciones rurales del departamento del oeste (Haití) existían desordenes provocados por el antagonismo de dos sectas.

Los guyones llevaban cestos y macutos que contenían fetiches, huesos humanos e incluso culebras; en el campo tenían fama de antropófagos; les llamaban hombres lobos. Los seguidores del vudú, que creían en la inmortalidad del alma y en las penas y recompensas eternas, los consideraban malditos, que solo cometían crímenes y les temían.

Los santos también eran seguidores del vudú, pero bajo la forma del catolicismo romano; eran fanáticos que andaban en bandas organizadas.»

Y agrega: «La llegada a Puerto Príncipe de santos y guyones había producido un gran revuelo; entre ellos había muchas mujeres y niños y cada quien estaba deseoso de asistir a ese proceso de antropofagia.

Pero como no se quería que se dijera en el extranjero que en Haití había antropófagos, la autoridad superior ordenó que todos ellos fueran puestos en libertad. Los seguidores del vudú, enardecidos, celebraron una de sus ceremonias delante de la prisión».

Sigue narrando: «Eran las once de la noche y una gran multitud, gritando horriblemente y acompañándose de lúgubres tambores y tamtams, invadió la calle y la ocupó.

Un cabrito enjaezado al que llevaban una joven y un muchacho vestido de blanco salió de entre la muchedumbre que se entregó a bailes indecentes alrededor del animal; los hombres y las mujeres ejecutaban contorsiones voluptuosas e incluso culebreando, imitando en sus cantos los gritos lastimeros y altisonantes del chivo.

La ceremonia terminó con la inmolación del cabrito; ninguno de los seguidores fue perseguido y los agentes de policía también habían bailado y cantado alrededor de la víctima».

Es verdad que son expresiones culturales auténticas, pero en el fondo esconden una triste y desalentadora realidad de falta de oportunidades para superar las condiciones de miseria y la precariedad en la educación.

En nuestro país también existen manifestaciones parecidas de sectores que no se quedan atrás de lo relatado, como si la sociedad no evolucionara simétricamente.

Entre otras cosas, resulta deplorable la cultura del ruido que se está imponiendo a las bravas, a pesar de los esfuerzos que realizan las autoridades, como si se requiriera de algo extraordinario para devolver el sosiego a tantas familias afectadas por el estruendo de bocinas y el escándalo convertido en pan cotidiano.

Leyes más severas y aplicación estricta claman por ser impuestas.

Diario Libre

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