En tiempos disruptivos, ¡sálvese quien pueda!
Para refundir a Haití y, con ese ojetivo contribuir a su adecuado proceso de civilidad, conviene
Por Fernando Ferran
El encabezado de estas líneas es ambiguo. Pudiera aplicarse a la situación internacional, mediando el comercio internacional y los aranceles recíprocos y llegando a la psicología personal de cualquier individuo con complejo de emperador romano, en la era de Nerón. No obstante, no trata de nada de esa otra realidad, pues solo resume el cuatrimestre del año 2025 recién en Haití.
En efecto, Haití, vive momentos de agonía, dada su lenta y prolongada disolución institucional. Puede que queden –perdón, quedan– zonas libres de tanta angustia. Ejemplo, por mencionar uno que pocos refieren, la villa de Les Cayes, donde los pobladores hacen sus cosas lo mejor que pueden, cerca del corazón del país y lejos de Puerto Príncipe.
Rememorando el camino de dicha agonía, tan atrás como el 8 de abril del año 2025, la jefa del Comité Internacional de la Cruz Roja en Haití, Marisela Silva Chau, consignó que entre el 80 y el 85% del área de la capital haitiana, se encuentra en manos de bandas paramilitares.
Escuchando a la recién bautizada Radio Talibán FM, del connotado Jimmy –alias Barbecue– Chérizier, y releyendo sus acciones y la de sus semejantes en territorio haitiano, no hay dudas de que el gobierno estadounidense bien hizo en seguir algunos pasos del gobierno dominicano. Tal y como acaba de acontecer el 23 de abril, aunque anunciado al público en general el pasado 2 de mayo de 2025, por ahora las bandas armadas Viv Ansanm y Gran Gri han sido declaradas por lo que son, “organizaciones terroristas extranjeras”. Esa designación implica sanciones económicas y penas legales a quienes proporcionen apoyo material a esos grupos, incluyendo tráfico de armas, financiamiento o colaboración logística.
Por supuesto, están por verse las consecuencias de disposiciones tan formales.
Mientras tanto, conviene no plegarse a la enfermiza formalidad institucional que conocemos como Haití, secuestrada como está por décadas de crisis de seguridad interna y de frustrantes intervenciones fallidas de fuerzas internacionales.
Ante ese estado de cosas, me permito dos lamentos agudos, a la usanza del renombrado Jeremías veterotestamentario. El primero, a propósito de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad en Haití, MMS. La MMS –por insuficiencia de recursos humanos y reciente suspensión de apoyo financiero— deja a Haití desprovista de seguridad nacional. No es el reducto de Policía haitiana, tampoco las brigadas de defensa ciudadana y ni siquiera contados ‘mercenarios’ y ‘drones’, reportados en el lado occidental de la isla de Santo Domingo, las instancias que serán capaces de enfrentar –sin otro respaldo– la disconcordia querellante y generalizada que padece el aglomerado poblacional del invertebrado país.
El segundo lamento es aún más agudo y profundo, pues está relacionado con el Consejo Presidencial Transitorio, CPT. ¡Tremenda desilusión esta! Reveladora, por demás, de hasta dónde llega hoy día la condición de discordia irreconciliable de la sociedad haitiana, arrastrada como ha estado de manera consuetudinaria, por su característica “autofagia cultural”.
Por esa razón, o bien por la que se pretenda aducir, asistido por mejor juicio e información, el CPT permanece “estancado”. A un año justo de su institución, sus grandes proyectos y sus principales asignaturas siguen en la columna de pendientes: la seguridad pública y del país, la recuperación económica, la seguridad alimentaria y sanitaria y, ante todo y por sobre todo, la preparación, convocatoria y celebración de elecciones para ceder la representación de un Estado haitiano (pacificado) a un nuevo gobierno salido –por increíble que esto sea– del voto popular.
Dicha instancia ejecutora, encargada de dirigir la transición, ha adolecido de sonadas rencillas internas. Por demás, entre los limitados logros de los presidentes rotatorios con los que ya ha contado –Edgard Leblanc Fils, Leslie Voltaire y, actualmente, Fritz Alphonse Jean– están la creación del Consejo Electoral Provisional, la detención de escasas personalidades cómplices de las bandas armadas, la puesta en marcha de consultas conducentes al referéndum constitucional y la adopción de un presupuesto para contrarrestar la inseguridad. Lejos de las ceremonias y los discursos oficiales, empero, la población vive inmersa en un escenario de inseguriead ciiudadana e interminable crisis humanitaria y alimentaria.
Dejando de lado esas y otras jeremiadas posibles, procede reiterar la gravedad de la crisis haitiana y la impostergable necesidad de reconstruir y, a la postre, “refundar” (Suzy Castor) a Haití.
No falta razón a quienes con empeño proponen remedios a tantos males y desafueros, aun cuando hasta ahora hayan sido incapaces de conciliar –en una sola nación– las tradiciones bozal y creole de los postrados habitantes del terruño patrio que para todos es Haití. Por eso, sacar a dicho país de su última encrucijada de envergadura histórica, no se limita a abandonar “la obsesión racial, fruto de la revolución de 1804 de Toussaint Louverture”, la misma que ha provocado tanta desunión, despropósitos y desvaríos en la vida pública. También es necesario finiquitar, de cuajo y para siempre, con el “mito de la República” (Chelsea Stieber), dada la concentración de autoritarismo del que se ha valido esa caterva de emperadores, reyes, dictadores, presidentes ad vitam y autócratas, de todas las calañas y creencias, cuantas veces hicieron gala de la fuerza, de facto, más que de autoridad y poder legítimo.
Tantas sin razones trazan las vetustas trochas de una historia sin fin, pues cada una desconoce o reniega la diversidad constitutiva de todo el que es y de todo lo que es ‘haitiano’: un interminable rosario de más de cinco misterios de múltiples identidades étnicas, lingüísticas, religiosas y de tradiciones culturales. ¡Ah!, y esa multiplicidad ingente, dispersa en heterogéneos microcosmos cuasi feudales de un país cuya naturaleza consubstancial yace sacrificada en el intrascendente pedestal de un dios de la fuerza y de la riqueza que, desde siempre, adoran las mismas élites irresponsables de la cosa pública.
Por ende, si bien hay que refundar a Haití, eso ha de ser obra de una modalidad de federalismo estatal consecuente con el regionalismo propio del modo de vida, los patrones de comportamiento tradicionales y la cultura de un conjunto de habitantes que se reproducen a sí mismos, en el quebrantado país de referencia.
Podrán llegar a contar con el respaldo que soliciten. Pero la decisión de reinventarse es exclusivamente haitiana. En ese punto, no hay vuelta floja. Hallar e inventar a Haití y a los haitianos, sí, pero mediando un consenso propio a una nación que quiere ser fruto legítimo de una voluntad general igualmente propia. Propia, léase bien: no sostenida por una entidad bajo tutela y auxilio internacional en la que a diario se pueda insinuar que los haitianos, tildados de ser tan fallidos como su accidentado devenir político, son incapaces de tomar y respetar decisiones apropiadas de forma civilizada.
Lo reitero, pues considero que por fin llega la hora en la que todos lo concernidos den muestras, más que de “realismo mágico” (Carpentier), de objetividad veraz y optimista. La solución de la crisis ha no está haitiana no está al alcance de ningún fusil. De ninguno en particular, ni de todos en general. Superar más de dos siglos de gangrena social y de marismas institucionales implica un solo remedio de hechura haitiana: la conformación de un acuerdo de los haitianos entre sí, hasta constituir aquella voluntad legendaria de todo un pueblo devenido, gracias al respeto a sus acuerdos, agrupaciones, instituciones y tradiciones, una nación digna de sus prístinos antecesores. Independiente de la razón de ser de sus etnias, clanes, camadas, carteles, clases e, incluso, de la bandería, ideología, creencia o dudas e incredulidades que puedan aducir o querer.
A falta de esa decisión de convivencia civilizada en común –signo eficiente de la por ahora fluida, si no inexistente, voluntad nacional del pueblo haitiano– no habría motivo para esperar auxilio foráneo de parte de quienes están cansados de derramar agua en baldes pinchados, sembrar dinero en bolsillos rotos o repartir esperanzas entre ilusos frustrados. Ni siquiera, dicho sea a vuelo de pluma en la actualidad, de parte del renovado reconocimiento –aún enmiente– de la ex metrópolis europea.
En resumen, para refundir a Haití y, con ese ojetivo contribuir a su adecuado proceso de civilidad, conviene pasar la página de la formación de una república de raíces inciertas y deudas incuestionables. Precisamente, así, aumentan las probabilidades de poder finiquitar –¡¿de cuajo!?– con el unilateral abuso ejercido por poquísimos, en contra de muchísimos condenados a seguir abajo, durante ya más de 200 años.
Pero, óigase bien, y economicemos jeremiadas venideras aquí, allá y allende los mares. De no poder ser bien encausado dicho objetivo en este mundo –debido a “el malestar en la cultura” (Freud) en tiempos tan aciagos y repletos de disrupciones individuales– cada habitante de ese terruño, al igual que su vecino más próximo, justificarán su bárbaro comportamiento exclamando, ¡sálvese quien pueda!
Acento