La cara oculta de la empatía
Por Michael Ventura
The New York Times
Ventura es autor de Applied Empathy.
En una entrevista de este año con Joe Rogan, Elon Musk dijo, en una ocurrencia, que “la debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía”. Parecía culparla, en parte, del deterioro de la vitalidad cultural de Estados Unidos. Dijo que creía en la empatía, pero que los woke la habían “convertido en un arma”.
A pesar de su desdén por la empatía, Musk sabe usarla muy bien en su propio beneficio. De hecho, yo diría que es uno de los operadores empáticos más eficaces en el mundo empresarial y la vida pública contemporánea.
Aunque a menudo consideramos a la empatía como un sinónimo de bondad, eso no es del todo exacto. La empatía no es lo mismo que la compasión. En esencia, la empatía es la capacidad de comprender las perspectivas de los demás: lo que sienten, lo que piensan, lo que temen, lo que quieren. Esa comprensión se puede poner al servicio de un bien mayor. O puede explotarse, como argumentó Musk.
En términos psicológicos, la empatía no es una habilidad singular, sino que se presenta en distintas formas. Como han demostrado los investigadores, la empatía afectiva (la capacidad de sentir lo que sienten los demás) es distinta de la empatía cognitiva (la capacidad de comprender lo que sienten los demás). Muchas personas tienen ambas. Otras, como los narcisistas y los sociópatas, suelen poseer solo el tipo cognitivo, si es que tienen empatía. Y es aquí donde las cosas pueden ponerse peligrosas.
Cuando escribí mi libro Applied Empathy hace varios años, incluí a Musk en una lista de empresarios que habían aprovechado su comprensión cultural para crear empresas atractivas. Él supo empatizar con el anhelo colectivo de la sociedad por una visión orientada hacia el futuro, y ofreció cohetes (SpaceX) y vehículos autónomos (Tesla) como respuesta. Como estas empresas respondían a nuestras necesidades, queríamos ser parte del viaje. Eso es empatía en acción.
Lo que no tomé en cuenta entonces —y que estamos enfrentando ahora— es lo que ocurre cuando la comprensión del comportamiento humano no se utiliza para elevar o apoyar, sino para provocar o desestabilizar.
En la tecnología, los medios de comunicación y la política, estamos presenciando un aumento de líderes que rechazan la empatía retóricamente, pero la utilizan tácticamente. Desacreditan esta habilidad vital como una debilidad, pero afinan sus mensajes para provocar precisamente las reacciones que necesitan de inversionistas, votantes y seguidores. Hemos oído los mensajes codificados de tinte ideológico. Hemos sido testigos del alarmismo y la extralimitación disfrazados de protección de la democracia.
El presidente Donald Trump lleva mucho tiempo ridiculizando la empatía como algo ingenuo, presentando a la fuerza como sinónimo de dominación, sugiriendo que si te importa pierdes, y si controlas, ganas.
Pero esta perspectiva, además de carecer de ética, también es muy poco práctica para el liderazgo, sobre todo en los negocios. Un estudio de 2021 descubrió que los empleados que afirman tener jefes con capacidad de liderazgo empático tienen más probabilidades de ser innovadores, comprometidos y resistentes. Según una encuesta reciente, la cultura tóxica en el lugar de trabajo, y no la remuneración, es la razón principal de la rotación de empleados. La empatía, aplicada con integridad ética, es un motor del rendimiento, no un lastre.
La empatía que conecta, que construye, que cura, requiere un código ético. Requiere moderación. Requiere confianza. Pide al empático no solo que comprenda a los demás, sino también que honre lo que esa comprensión revela. Cuando la empatía se desvincula de la ética, se convierte en coacción con una sonrisa.
Lo vemos ahora con la inteligencia artificial, donde los sistemas se entrenan cada vez más para simular respuestas empáticas. Tu chatbot se disculpa por tu frustración, tu asistente virtual te ofrece frases cursis de apoyo y tu aplicación de salud mental te escucha sin juzgarte. Pero ninguno de estos sistemas siente nada. Solo saben qué decir. Estamos entrando en un mundo en el que los algoritmos “empáticos” son mejores para reconocer la angustia que nuestros jefes, pero carecen de brújula moral para decidir qué hacer al respecto. Y si no tenemos cuidado, pronto confundiremos la simulación con la presencia. Al hacerlo, no solo tercerizamos el trabajo emocional, sino también nuestra responsabilidad emocional hacia los demás.
La empatía sin responsabilidad es hueca y engañosa. Adormece a la gente con una falsa sensación de seguridad. Y rompe precisamente la confianza que pretende crear.
Y, sin embargo, no podemos descartar la empatía. Eso es precisamente lo que quieren los provocadores. Quieren replantear el cuidado como debilidad, la dignidad como ingenuidad y la confianza como un lastre. No mordamos el anzuelo.
Si queremos un mejor liderazgo en los negocios, la política y la tecnología, tenemos que reclamar la empatía como una responsabilidad. Tenemos que enseñarla no solo como una habilidad social, sino también como una práctica disciplinada, vinculada a la ética y arraigada en nuestra humanidad compartida. Debemos responsabilizar a los líderes no solo de lo que dicen, sino también de cómo —y por qué— intentan comprendernos.
Así que, sí, Musk es una persona empática. Pero no del tipo que necesitamos.
The New York Times