Cómo se pierde un gobierno

Marino Beriguete

Perder un gobierno no es como perder las llaves. Eso tiene arreglo. Es más cercano a perder el gusto: al principio no lo notas, luego todo sabe a poder, hasta que terminas diciendo que nunca fuiste muy fan de los sabores fuertes.

Un gobierno no cae; se entrega. Primero duda, luego retrocede, después se resigna. Nadie se levanta un día y dice: “Hoy voy a perder el poder”. Solo un día despiertas y ya no te llaman “presidente”, sino por tu apellido. Ahí empieza el silencio. Y la soledad. La oficina sigue llena, pero nadie está.

Gobernar, al principio, se siente como estar dentro de un videoclip. Gente aplaudiendo, abrazos, luces, ruido. Es adrenalina en traje. Pero cuando las cámaras se apagan, te das cuenta de que el país no es un escenario y que el pueblo no aplaude por contrato. Entonces llega el miedo. Y uno empieza a gritar más alto, como si eso bastara para no escuchar la caída.

Un gobierno comienza a morirse cuando deja de escuchar. No solo a la calle, sino a la realidad misma. Se embriaga de su propio relato, se aísla en su tinta. Olvida cómo llegó al poder y, luego, se olvida para qué llegó.

Los síntomas de un gobierno en cuidados intensivos son claros:

Cuando los memes sobre los ministros tienen más impacto que sus decisiones.

Los discursos cansan antes de comenzar.

Cada metida de pata se disimula con un “lo que quisimos decir fue…”.

Nadie sabe quién manda, pero todos se dan cuenta de quién calla.

Hay más asesores que certezas.

Los anuncios llegan con asteriscos o desmentidos en 48 horas.

La oposición parece seria, pero solo porque el gobierno da pena.

Los cargos importantes están en manos de la sociedad civil, no de los dirigentes del partido de gobierno.

Los líderes de los partidos han caído más en la división personal que en la unidad partidaria necesaria para mantener el poder.

Si tu gobierno tiene tres o más de estos síntomas, empieza a hacer maletas o tu propia revisión. Porque el poder no se despide. Se va en silencio. Deja el café a medias y desaparece. El presidente se queda ahí, con la banda colgando y la sospecha de que gobernar era algo diferente. Pero ya es tarde. El país sigue, pero él ya no.

El Caribe

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