Europa está cometiendo un gran error

Por Anton Jäger

The New York Times

Jäger es colaborador de la sección Opinión y profesor de política en la Universidad de Oxford. Escribió desde Bruselas.

La fábrica de Audi es una de las primeras cosas que ves cuando sales de Bruselas en tren. Formada por edificios grises y rectangulares, fue durante mucho tiempo uno de los mayores lugares de producción de automóviles de Bélgica. Elegante y productiva, era un símbolo apropiado para la capital de Europa. Sin embargo, a principios de este año sucumbió a la crisis industrial que azota el continente y cerró de forma abrupta. Ya se ven algunos grafitis en sus paredes, antaño inmaculadas.

En los últimos meses, la historia de la fábrica de Audi se ha convertido en la historia de Europa. Ambas están pasando por una mala racha, y corren peligro de que se las lleve la nueva marea geoeconómica del siglo. En Bruselas, la respuesta al dilema también ha estado acorde con los tiempos: como parte de una renovación militar más amplia, según los ministros, la antigua fábrica de automóviles debería convertirse en una productora de armas. Este relanzamiento, dicen sus defensores, ayudaría a la autonomía estratégica de Europa y crearía 3000 nuevos puestos de trabajo.

En toda Europa, los legisladores convergen en la misma estrategia, con la esperanza de matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, el aumento del gasto militar pondría a Europa a salvo de Rusia y la independizaría de Estados Unidos, con lo que aseguraría por fin su estatus de superpotencia. Por otro, reactivaría el debilitado sector industrial europeo, que ha estado bajo presión por los competidores chinos y el aumento de los costos de la energía. Según este argumento, invertir dinero en el ejército es la forma de luchar contra la doble crisis de la vulnerabilidad geopolítica y el malestar económico.

Estas esperanzas posiblemente resulten ilusorias. Es improbable que el impulso de militarización de Europa, que sufre problemas tanto de escala como de eficacia, funcione bajo sus términos. Pero conlleva un peligro más grande que el fracaso. Al centrarse en la defensa a expensas de todo lo demás, corre el riesgo de que la Unión Europea no avance, sino que retroceda. En lugar de un gran progreso, un rearme vertiginoso podría equivaler a un error histórico.

El nuevo enfoque de Europa suele recibir un nombre más antiguo: keynesianismo militar. Originalmente, el concepto se refería a la tendencia de los gobiernos de mediados de siglo a contrarrestar las recesiones económicas mediante aumentos del gasto militar, una combinación de la que supuestamente fueron pioneros los nazis en la década de 1930 y que luego globalizaron los estadounidenses en la década de 1940. Más recientemente, el término se ha aplicado a la economía de guerra del presidente Vladimir Putin en Rusia.

Sin embargo, no está nada claro si los esfuerzos actuales de Europa merecen tal descripción. Por un lado, el continente simplemente está experimentando un retorno a los niveles de gasto militar previos a 1989. En su punto álgido de la década de 1960, por ejemplo, el gasto militar alemán alcanzó algo menos del 5 por ciento del producto interno bruto; el objetivo del canciller Friedrich Merz, anunciado la semana pasada, es del 3,5 por ciento. Semejante restauración difícilmente puede calificarse de gran salto hacia delante, y desde luego no se ajusta al concepto de Zeitenwende, o “punto de inflexión”, que se ha utilizado para describir el cambio de enfoque.

Los beneficios públicos de la estrategia —la parte del keynesianismo— siguen siendo, de la misma manera, poco claros. Aunque Alemania ha mitigado ligeramente sus normas de endeudamiento, los legisladores europeos siguen reacios a aumentar los déficits presupuestarios. Más dinero para el ejército tensará unos presupuestos ya de por sí ajustados, y le restará a los programas sociales, al desarrollo de infraestructuras y a los servicios públicos. En lugar del keynesianismo militar, una mejor comparación para la bonanza de la defensa en Europa es el reaganismo de la década de 1980, en el que el aumento del gasto militar y el recorte social iban de la mano.

Al fin y al cabo, esta es la lógica de los funcionarios belgas que son partidarios de convertir la fábrica de Audi en una proveedora de armas. El principal defensor del plan, el ministro de Defensa Theo Francken, ha afirmado que un Estado que pretende reducir su déficit y aumentar los presupuestos militares al mismo tiempo debe reducir el gasto en bienestar social. “El Seguro Social es demasiado elevado”, ha dicho. “Quitar unos cuantos miles de millones de un presupuesto de 200.000 millones no es inhumano, ¿verdad?”. Si tomamos en cuenta cómo el descontento social generalizado ha alimentado el auge de la extrema derecha y amenazado la cohesión europea, esta visión es, en el mejor de los casos, miope.

Hay más problemas con el impulso de la remilitarización. Por un lado, muchos antiguos sectores industriales adquirirán un interés personal en hacer la guerra en el extranjero, una fuente de ganancias difícilmente tan fiable como los consumidores que compran coches. Y más dinero para el ejército tampoco significa necesariamente mejores resultados. Como señala el economista Adam Tooze, los europeos derrochan colectivamente grandes sumas en sus “ejércitos zombis” y reciben sorprendentemente poco a cambio, tanto en términos de mano de obra como de material. Ninguna empresa europea, por ejemplo, figura entre las 10 primeras empresas de defensa por volumen de ventas.

Además, está el problema europeo por excelencia de la coordinación. Dado que los tanques y el material ya son caros, los costos del rearme continental se verán multiplicados por la descentralización de la toma de decisiones de la Unión, en la que las naciones compiten por separado por los contratos. Los estancamientos de los esfuerzos para la producción de proyectiles para la guerra de Ucrania son una muestra de esta ineficacia. Para colmo, es probable que los primeros pagos del derroche europeo vayan a parar a los productores estadounidenses mientras las fábricas europeas se ponen en marcha. Es una ironía reveladora que los beneficiarios iniciales del festín no serán europeos, sino estadounidenses.

Estas limitaciones logísticas deben sopesarse junto con los límites culturales para la remilitarización en Europa. En la década de 1990, el periodista británico Anatol Lieven afirmó que quien pensara que Europa vería pronto el retorno del poderío militar prusiano “nunca había estado en una discoteca alemana”. Estas actitudes pacifistas solo han aumentado en las décadas posteriores. Muchos países europeos abolieron el servicio militar obligatorio en la década de 2000 y siguen teniendo grandes dificultades para vender la perspectiva del servicio militar a sus electorados. En respuesta a los llamamientos a una nueva movilización, por ejemplo, un conductor de pódcast alemán habló en nombre de muchos: “Prefiero estar vivo que muerto”.

Aun así, los legisladores europeos están decididos a vender el rearme como condición para la entrada del continente en el siglo XXI. La cumbre de la OTAN de la semana pasada, en la que casi todos los miembros se comprometieron a aumentar el gasto militar en la próxima década hasta el 5 por ciento del PIB —aunque el 1,5 por ciento se destinara a infraestructuras e investigación relacionadas con la defensa—, produjo un desfile de opiniones de este tipo. El número de guerras en todo el mundo, que incluye una nueva amenaza reciente en Irán, supuestamente subraya la necesidad de que Europa vuelva a ser un continente combatiente. Esta estrategia, afirman los funcionarios, combina la independencia militar con la reactivación comercial.

Ninguno de estos resultados es probable. En su curso actual, Europa no se encamina ni hacia el keynesianismo militar con dividendo social ni hacia una estrategia de defensa adecuada para una aspirante a superpotencia. Más bien, corre el riesgo de obtener lo peor de ambos mundos: una magra recuperación económica sin perspectivas de crecimiento a largo plazo y suntuosas remuneraciones a un sector de defensa que no permitiría a Europa igualar a sus pares. Un viaje rápido a Bruselas, donde la fábrica de Audi sigue vacía, debería bastar para convencer a los visitantes de esta verdad.

The New York Times

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