Democracia iliberal

Flavio Darío Espinal

La batalla eterna entre democracia y libertad

El concepto democracia liberal se ha arraigado tanto en la cultura política occidental que suele pensarse que los dos componentes de dicho concepto -lo democrático y lo liberal- siempre han estado unidos, filosófica y políticamente, como las dos caras de una misma moneda. Solemos pensar como, si fuese algo natural, que la democracia y el liberalismo nacieron y crecieron juntos, así como que el uno no puede concebirse sin el otro. Aunque pueda sorprender, lo que se constata históricamente es que raras veces y por relativo poco tiempo se ha producido una articulación sólida y efectiva de estos dos componentes, al menos en términos del funcionamiento práctico de las instituciones políticas más allá de lo que se plasma en constituciones y documentos jurídico-formales de todo tipo.

Isaiah Berlín, uno de los más prominentes filósofos del siglo XX, escribió un famoso ensayo que tituló Dos conceptos de libertad, en el cual plasmó sus reflexiones sobre las dos maneras de comprender la libertad: por un lado, la libertad positiva y, por el otro, la libertad negativa. La primera se refiere a la capacidad de decidir quién nos gobierna, mientras que la segunda se refiere a la cuestión de hasta dónde puede llegar quien nos gobierna. Esto es, el concepto de libertad positiva está asociado al ideal democrático, aquel que sitúa en el pueblo la fuente de legitimidad de la autoridad política, mientras que la libertad negativa está asociada al ideal liberal, aquel que se refiere a los espacios de libertad que gozan los individuos frente al poder político.

Hay dos autores clásicos que simbolizan o representan cada uno de estos dos componentes. Por un lado, Jean-Jacques Rousseau centra su pensamiento político en la idea de un poder democrático que genera un cuerpo colectivo en el que la verdadera libertad de los individuos consiste en acatar la voluntad general y, de no hacerlo, estos «deben ser obligados a ser libres», lo que no da margen para el pluralismo político y las libertades individuales. Por otro lado, John Locke, padre del liberalismo político, quien escribió un siglo antes que Rousseau, centró su atención en la vida, la libertad y la propiedad de las personas, así como en la división y la limitación del poder. Para él, la autoridad política ciertamente debía sustentar su legitimidad en el consentimiento de los gobernados, pero el poder, aunque emanase de la voluntad del pueblo, debía limitarse y hace que respete los derechos de las personas.

Hay regímenes políticos que sufren de un déficit de ambos componentes – de democracia y de liberalismo-, lo cual se pone de manifiesto en los regímenes dictatoriales. Otros pueden contar con líderes democráticamente electos, pero quienes concentran tanto poder que restringen las libertades de las personas. Otros, en cambio, pueden reconocer ciertos derechos y libertades, como el derecho de propiedad y la libertad de empresa, por ejemplo, pero carecen de democracia. También hay sociedades en las que se logra un balance, casi siempre tenso, precario y reversible, entre la dimensión democrática y la dimensión liberal.

América Latina ha sido un escenario en el que se han producido cada uno de estos tipos de regímenes políticos, aunque ciertamente la modalidad autoritaria es la que ha predominado históricamente en la gran mayoría de los países. En cambio, la modalidad que menos se ha desarrollado es la combinación efectiva y funcional de la dimensión democrática y la dimensión liberal, esto es, autogobierno del pueblo, limitación, división y contrapeso de poderes, y protección de los derechos de las personas. Si bien la aspiración liberal-democrática se ha plasmado en las constituciones republicanas latinoamericanas, el hecho incontestable es que ha habido un abismo enorme entre lo jurídico-formal y lo político-material.

En estos tiempos ha tomado vigencia el concepto de democracia iliberal para dar cuentas justamente de regímenes políticos que se sustentan en la voluntad popular vía elecciones, pero que niegan las instituciones y los derechos propios del liberalismo político. Se trata de sistemas de gobierno en las que los gobernantes son electos por el pueblo, pero estos concentran excesivamente el poder, erosionan los mecanismos de pesos y contrapesos y violan las normas del debido proceso y derechos fundamentales que deben existir  en cualquier sociedad libre y abierta, como la libertad de expresión, la autonomía institucional de ciertos órganos clave en el funcionamiento del Estado, la competencia electoral y el acatamiento de los resultados electorales, las garantías procesales de los justiciables, entre otros.

Las democracias iliberales tienen en común líderes que se consideran por encima y fuera del alcance de la ley, con poderes incontestables y reacios a aceptar el control legislativo y el de los tribunales, a los cuales debilitan y desacreditan para que pierdan autoridad frente a la sociedad. Son líderes con pretensiones redentoristas que se atribuyen un poder y una sabiduría individual que los hace reclamar el derecho a estar exentos de los controles y limitaciones que ha aportado la tradición liberal a la democracia y al constitucionalismo.

En otros tiempos, al menos en América Latina, el problema más preocupante era la falta de elecciones libres y competitivas cuando gobernaban dictaduras militares o de otro tipo. No es que esto no sigan siendo una necesidad en algunos países latinoamericanos -Venezuela y Nicaragua, por ejemplo-, sino que en tiempos presentes ha surgido una nueva amenaza, la cual se trata de regímenes que se sustentan en el voto mayoritario, pero que actúan de manera iliberal, como el caso de El Salvador y otros que han tomado o pretenden tomar el mismo camino.

La misma tendencia se observa en países de Europa y América que en otras épocas fueron referentes de sistemas de gobierno que combinaban la dimensión democrática y la dimensión liberal.  Cada vez más surgen gobernantes que rompen con esa tradición liberal-democrática, que sacrifican o abandonan las instituciones propias del liberalismo político con el fin de gobernar con una concentración excesiva de poder, un debilitamiento de los mecanismos de pesos y contrapesos y un desconocimiento de derechos individuales y  principios básicos del debido proceso de ley, uno de los grandes aportes de Occidente a la humanidad.

Diario Libre

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