Hiroshima y Nagasaki: hace 80 años, el horror nuclear llegó a Japón

Por Hannah Beech
Reportando desde Hiroshima, Japón
The New York Times
Los únicos bombardeos atómicos del mundo fueron realizados por Estados Unidos y devastaron ambas ciudades japonesas.
Las fotos son en blanco y negro, pero por una vez no se trata de una completa distorsión de la realidad. Cuando Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945, dos ciudades japonesas quedaron instantáneamente privadas de color y vida. Tras los únicos ataques nucleares del mundo, lo que más quedó fueron tonos de un terrible gris.



Hiroshima y Nagasaki se carbonizaron. Se desintegraron. Las personas y los gorriones y las ratas y las cigarras y los fieles perros —todo lo que estaba vivo un nanosegundo antes de que las nubes en forma de hongo estallaran en el cielo azul— explotaron y luego se evaporaron. Ellos fueron los afortunados.
En Hiroshima, unas 140.000 personas perecieron para finales de año. En Nagasaki, sucumbieron unas 70.000. Decenas de miles de las víctimas eran niños.



No hay fotos de las consecuencias inmediatas del bombardeo, al menos no a escala humana. Sin embargo, para los sobrevivientes, las imágenes de aquellos momentos nunca se desvanecieron. Formas humanas se tambaleaban con tiras de carne colgando de sus cuerpos. Los globos oculares pendían de las cuencas. En todas partes, la gente gritaba pidiendo agua para enfriar sus gargantas ardientes. En Hiroshima, se arrojaron al río, que se retorció con su tormento hasta que la muerte los liberó.
Quienes sobrevivieron a aquel primer día encontraron poco alivio. Las moscas ponían huevos en las quemaduras, luego los gusanos nacían, una señal perversa de que la vida continuaba. Los familiares utilizaban palillos para eliminar las infestaciones, pero la mayoría de las víctimas murieron. El mayor peligro era la radiación, que no podía percibirse de ninguna forma. Personas que parecían estar bien días después del bombardeo, de repente se desplomaban y morían.



Sobrevivir a menudo significaba tener quemaduras que formaban queloides insoportables u órganos internos que acababan invadidos por el cáncer. Para muchos de los que sobrevivieron, siguieron décadas de estigma. Ser un hibakusha, como se conoce a los sobrevivientes del bombardeo atómico, era vivir como un ejemplo del horror nuclear. Las perspectivas de matrimonio se marchitaban. A los sobrevivientes les preocupaba transmitir la enfermedad a la siguiente generación.
Nadie comprendía aún el alcance total de lo que significaba destruir e irradiar dos ciudades, para la gente o para la tierra. ¿Qué implicaba vivir envenenado por la radiación? ¿O comer de una planta que crecía en el suelo tóxico? ¿Quién cuidaría de los niños que habían perdido a sus padres? ¿Quién reconstruiría estas ciudades perdidas?



Mirar las fotografías de Nagasaki e Hiroshima después de los bombardeos, especialmente las tomadas desde el cielo, es un ejercicio de sustracción y abstracción. Casi no hay nada.
Más que la ausencia o el tenue contorno de la humanidad, lo que está grabado a fuego en la conciencia colectiva es el terror que puede provocar un hongo nuclear. Sin contexto, las esponjosas nubes blancas de una bomba atómica, ondeando como ovejas flotantes, podrían parecer inofensivas. Pero ahora sabemos que significan la aniquilación, no por la naturaleza, sino por la humanidad.



El bombardeo de Hiroshima a las 8:15 a. m. del 6 de agosto fue descrito por los estadounidenses como un mal necesario para acabar con la agresión bélica de Japón y poner fin a la Segunda Guerra Mundial, el conflicto más sangriento de la historia. La detonación también anunció a la Unión Soviética que la ciencia estadounidense se había impuesto en la carrera nuclear. Pero es más difícil, dicen algunos, defender el segundo bombardeo de Nagasaki tres días después. Ciudad con una de las mayores poblaciones cristianas de Japón, Nagasaki había atraído durante mucho tiempo a extranjeros a su puerto. Ahora, la ciudad, al igual que Hiroshima, es conocida en el mundo principalmente por haber sido elegida por los estadounidenses para un ataque nuclear.
Hace ochenta años, Hiroshima y Nagasaki ardieron a causa de la bomba. Ardieron por los incendios que provocó la bomba. Y ardieron por las cremaciones masivas que mantuvieron el fuego vivo hasta que se purificaron todos los huesos.
El 15 de agosto, Japón se rindió. La sangrienta marcha del imperio japonés por Asia había terminado. Pero el impacto sobre la población civil perduró, tanto en los países que las Fuerzas Armadas Imperiales Japonesas habían invadido como en casa, donde el apocalipsis nuclear había llegado dos veces.

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Lo que quedó de Nagasaki e Hiroshima no fueron simplemente vastos cementerios de escombros, sino la fuerza de los sobrevivientes, quienes empezaron a reconstruir sus vidas y luego sus ciudades.
Fumiyo Kono, de 56 años, escribió una exitosa serie de manga sobre la guerra, que dio lugar a una película de éxito, un programa de televisión y un musical de teatro. Aunque nació bastante después, incluso pensar en aquel día en que Hiroshima fue bombardeada, dijo, le causaba un malestar físico. No podía soportar los viajes a un museo conmemorativo de las víctimas. No sabía qué hacer.
“Quizá algún día la respuesta salga de tu corazón”, dijo, sobre cómo procesar la devastación de su ciudad natal.
Lo único que pudo hacer fue dibujar: un hongo nuclear, una familia y una historia que se desarrolla a partir de ello.



The New York Times