Bad Bunny solo quiere quedarse en casa. Y yo también
Por Yarimar Bonilla
The New York Times
Bonilla, profesora de estudios estadounidenses en Princeton, escribe sobre raza, historia y cultura pop. Escribió desde San Juan, Puerto Rico.

El 11 de julio, Bad Bunny inició su residencia de tres meses en el Coliseo de Puerto Rico. Los primeros nueve conciertos estaban reservados a los puertorriqueños, pero a partir de este fin de semana están abiertos a cualquiera, y cientos de miles de personas de todo el mundo empezarán a llegar a nuestro archipiélago. Es el tipo de espectáculo prolongado que suele reservarse para Las Vegas, no para una colonia estadounidense en bancarrota que se tambalea por los huracanes, los apagones y la disfunción política. Pero ese es precisamente el punto.
Lo que está ocurriendo en San Juan este verano es algo más que una serie de espectáculos. Es un recordatorio de que no tienes que asimilarte ni abandonar tu tierra para encontrar el éxito, y de que permanecer en Puerto Rico no tiene por qué significar sacrificio. Aquí podemos hacer mucho más que aguantar: podemos prosperar. Y podemos hacerlo sin destruir nuestros recursos naturales ni cortejar extranjeros que buscan exenciones contributivas, sino invirtiendo en nuestro recurso más renovable: nuestra genialidad cultural.
Bad Bunny, o Benito, como se le conoce cariñosamente aquí en casa, saltó a la fama en 2016, que casualmente fue el mismo año en que el Congreso impuso una junta de control fiscal no elegida para supervisar las finanzas locales. Su música se ha convertido en la banda sonora tanto de nuestro trauma como de nuestra resistencia, resonando a través de huracanes, terremotos, apagones, protestas masivas que derrocaron a un gobernador y el surgimiento de nuevas coaliciones políticas.
Se ha convertido en nuestro embajador mundial, destacando tanto nuestros retos como la riqueza de nuestra cultura. Es una pesada carga para alguien de 31 años que solo quería hacer música. Pero, fiel a su nombre artístico, lo lleva con pícaro encanto. Sus letras, siempre en español, entrelazan las duras realidades de los apagones, los boquetes, el colonialismo, la corrupción y el desplazamiento con el peso emocional del amor, el goce del deseo y la belleza caótica de la comunidad y la familia. Al hacerlo, ha creado un nuevo tipo de música de protesta, que llora, celebra y baila a la vez.
Su último álbum, Debí Tirar Más Fotos, es una carta de amor y un lamento por un Puerto Rico que se nos escapa de las manos: traicionado por sus líderes políticos; sus barrios desplazados por urbanizaciones de lujo; tierras vendidas a extranjeros, subdivididas por Airbnb y estafas de criptomonedas y reempaquetadas como un paraíso para otros.
El álbum y la serie de conciertos “No Me Quiero Ir de Aquí” expresan tanto el deseo de quedarse y construir, como el temor a que hacerlo no sea posible. Su mensaje ha resonado mucho más allá de Puerto Rico. En las redes sociales, personas de lugares tan cercanos como Cuba y tan lejanos como Gaza han acompañado fragmentos de la canción principal con imágenes de patrias que se vieron obligados a abandonar. Los mensajes reflejan un anhelo colectivo, no solo por lo que se perdió, sino también por lo que podría haber sido. Como ellos, los puertorriqueños se enfrentan a una decisión angustiosa: quedarse y luchar, o marcharse y arriesgarse a no encontrar nunca el camino de vuelta.
Lo sé de primera mano. Cuando me fui de Puerto Rico en la década de 1990 para cursar estudios de posgrado, mi plan siempre fue volver para enseñar en la universidad local y construir una vida cerca de mi familia. Pero entonces, en 2015, el gobierno declaró su deuda impagable. Los años transcurridos desde entonces han traído oleadas de austeridad que han destripado la misma universidad a la que una vez esperé volver. Lo que imaginé como un desvío temporero se convirtió en un exilio permanente.
Pero ahora una nueva generación está optando por defender su derecho a quedarse. Desde la crisis de la deuda, y especialmente tras el huracán María, los puertorriqueños han respondido a la austeridad con autogestión: al instalar microrredes solares, recuperar escuelas abandonadas, iniciar proyectos de soberanía alimentaria y crear empresas sociales destinadas a acabar con la fuga de cerebros y a formar caminos de vuelta a casa.
La residencia de Bad Bunny forma parte de este movimiento más amplio. En el pasado, artistas como él tenían que perseguir la fama atendiendo al mercado estadounidense. Esta vez, él ha declarado “innecesaria” una gira por Estados Unidos, al decir que sus seguidores allí ya han tenido muchas oportunidades de verlo. En su lugar, ha decidido enfocarse en crear toda una infraestructura en torno a sus actuaciones en Puerto Rico antes de salir de gira por otros países. Se calcula que 18.000 personas llenarán el estadio cada noche, lo que supondrá aproximadamente medio millón de asistentes al final de la residencia, en septiembre. Las proyecciones sugieren que podría inyectar más de 200 millones de dólares en la economía local y aumentar el PIB de Puerto Rico en 0,15 puntos porcentuales, lo suficiente para que Moody’s Analytics eleve su previsión económica para el territorio.
Las entradas para los nueve primeros espectáculos estaban reservadas a los residentes locales y se vendieron principalmente en las plazas de mercado o mercados agrícolas de todo el archipiélago. Se vendieron unas 80.000 entradas en ocho horas.
Los aficionados internacionales tuvieron que esperar a la venta general por internet y pagar tarifas superiores, a menudo combinadas con estancias en hoteles. Esta estrategia pretendía dirigir el turismo hacia los hoteles en lugar de los Airbnb y garantizar una alta ocupación durante el verano, que es temporada baja.
Se han organizado recorridos y eventos culturales fuera de San Juan para intentar canalizar los ingresos hacia el resto del territorio. En el pueblo natal de Benito, Vega Baja, la gente puede visitar el supermercado donde una vez embolsó la compra y la iglesia donde fue monaguillo.
Pude asistir a un espectáculo el fin de semana del estreno, gracias a un amigo que hizo cola durante seis horas para conseguir entradas. Fuera del recinto, los vendedores ofrecían artesanías, dulces típicos, y juegos de pica de caballos, un juego de azar tradicional. Los aficionados vestían elaborados atuendos inspirados en la indumentaria tradicional puertorriqueña: faldas campesinas en capas, guayaberas y pavas, utilizadas por los pobres de las zonas rurales y ahora recuperadas por Bad Bunny como emblemas de orgullo. Incluso vi a un adolescente con las botas de trabajo de goma que llevan los recolectores de café.
El espectáculo parecía una reunión familiar. Los abuelos cantaban entre el público, a veces ruborizándose ante las letras subidas de tono. También se han convertido en un punto de reunión para la diáspora. Una amiga mía tiene tres grupos de primos que van a asistir a espectáculos el mes que viene, algunos con hijos de segunda generación que vienen al archipiélago por primera vez.
Aun así, el proyecto navega por una difícil contradicción. Denuncia el desplazamiento impulsado por el turismo a la vez que invita a los visitantes a ver lo que está en juego. Aunque el estímulo económico es bienvenido, los locales se preparan para una ola de visitantes que pondrán a prueba nuestra infraestructura, abarrotarán nuestras playas y tratarán nuestros barrios como sus patios de recreo. El miércoles, el alcalde de San Juan declaró el estado de emergencia después de que una avería dejara sin agua a miles de hogares, y muchos temen que nuestra red energética pueda colapsar bajo la presión del turismo adicional. Y todo esto ocurre, además, en plena temporada de huracanes.
Grupos políticos, organizaciones comunitarias, activistas y artistas están organizando debates, charlas y exposiciones en un intento de educar a los aficionados. Pero, en última instancia, corresponde a los visitantes decidir cómo se relacionarán con la realidad que late tras las letras de Benito.
Ninguna serie de conciertos puede desmantelar las condiciones estructurales que perpetúan la desigualdad en Puerto Rico. No puede eliminar las medidas de austeridad, desmantelar la junta de control fiscal ni arreglar la red eléctrica. Pero insinúa lo que podría ser posible, no solo para una estrella internacional del pop, sino para todos aquellos que anhelamos perseguir nuestros sueños en nuestra propia tierra, sin disculpas ni concesiones.
Asistí al espectáculo rodeada de amigas que, como yo, llevan años viviendo en el vaivén entre el archipiélago y su diáspora. Cuando sonaron los acordes de la canción de clausura, sentí que se me saltaban las lágrimas, en parte por la melancolía de una vida que quizás pude haber vivido, si hubiera sabido que quedarse era un logro en sí mismo, pero también por la alegría de ver que la nueva generación entiende que no tiene que escoger entre las falsas disyuntivas de patria y ambición, alegría y resistencia.
The New York Times