Cuando los perros salgan a morder…

José Luis Taveras

Lo sentimos, pero no somos nicaragüenses ni hondureños. Vivimos en la República Dominicana. De manera que no nos sirve manosear el dato de vivir mejor que cualquier nación centroamericana y del Caribe para sentirnos aliviados.

La comparación no nos descarga; al contrario, incomoda, sobre todo cuando gobiernos van y vienen y los grandes problemas siguen pendientes. Salud, educación, vivienda, seguridad social, empleo, marginalidad, informalidad y acceso al crédito son temas que demandan planes troncales de desarrollo y que deben trascender a las atenciones improvisadas de los Gobiernos. 

La comparación con Latinoamérica ha sido el consuelo retórico de las elites para tapar las quiebras del sistema. Mientras, su anestésico discurso sigue siendo el «optimismo progresista» para hacernos pender de un futuro que no se ha empezado a construir.

Pero tendrán que reinventar las estrategias porque ya pocos creen en sus cansadas verdades. La realidad es tan cruda que desmiente a diario el catecismo de un crecimiento sin desarrollo.

En esa lógica de abstracción, para los apologistas del progreso quejarnos es jugar a la ingratitud o despreciar nuestras capacidades de futuro.

La razón es que a esos núcleos les aterra la idea de que las cosas se descarrilen socialmente. Por eso califican cualquier inconformidad como un «derrotismo» de presunta marca ideológica. Para esos intereses, los que critican las fracturas del sistema son vistos con ojerizas o estigmatizados de izquierdosos, desadaptados o resentidos sociales.

El libreto de los tiempos es el «progreso liberal» como utopía de un bienestar sustentado en las expectativas macroeconómicas. Ese establishment sólo acepta cambios siempre que no alteren el cuadro de sus dominios/privilegios. No ceden ni una pulgada.

Para ellos, las cosas siempre estarán mejores sin proponer nada meritorio para cambiarlas. Han apostado a una sociedad autoanulada y les ha reportado dividendos, pero eso no dura para siempre.

Lo sentimos, la poesía macroeconómica ya no inspira. Sus números no hacen gracia. A quienes dirigen esto les costará editar ese viejo discurso si quieren mantener la hipnosis social.

Ser la séptima economía latinoamericana no provoca ni un bostezo cuando ir a un hospital público es salir a buscar la muerte; cuando la educación pública, a pesar de los millardos de millones del 4 % del PIB, comparte estándares con los Estados africanos del sur del Sahara; cuando tenemos la honra de ser uno de los primeros países de la región y del mundo en desaprovechar el aumento del ingreso real por habitante para mejorar la salud y la educación, entre otras tantas calladas tragedias.

Lo sabemos, el crecimiento económico de la República Dominicana ha triplicado el promedio regional de Latinoamérica durante las dos últimas décadas, pero ¿cuál ha sido su valor frente a una tasa de desigualdad en la que el 20 % más rico (quintil 5) percibe el 46 % de la riqueza?, ¿qué impacto real ha tenido en el mejoramiento del índice de desarrollo humano (IDH)?

Es cierto, somos la potencia turística del Caribe, con un aporte igual al 16.1 % del PIB; ahora bien: ¿qué tan socialmente retributiva ha sido esa industria? Obvio, mueve empleo barato y divisas, pero ¿ese aporte se concretiza de forma relevante en la vida de las regiones bajo su influencia?

¿Qué posición ocupa, por ejemplo, la provincia La Altagracia, principal centro del turismo del Caribe insular, en el mapa de la pobreza dominicana?

Mientras tanto, hoy tenemos que soportar una ociosa disputa entre Gobierno y oposición sobre quién ha hecho más obras materiales, como si el Estado no fuera un concepto unitario con sentido de continuidad. El interés de los Gobiernos en la inversión en «cosas que se ven» parece que no es el desarrollo; es la memoria histórica de sus presidentes.

Gobiernos pasan y los problemas de base siguen sin tocarse. Todos se acusan de ser responsables: los que estuvieron y los que están. Mientras, las atenciones se postergan y las soluciones se encarecen. ¿Y qué de los pactos sociales, las reformas estructurales, la revisión de las agendas de desarrollo? ¿Quién nos habla del futuro?

Nos han acostumbrado a contentarnos con las migajas y a negociar por bagatelas. Esa inconciencia ha debilitado la voluntad colectiva para autoestimarse y exigir otros destinos como nación.

La pérdida de perspectiva nos lleva a transarnos por un cambio de «estilo» de los gobiernos; a votar por el más carismático o famoso o a creer como concesiones nuestros derechos.

La agitación social en la República Dominicana está reprimida por dos grandes contenciones: a) una económica: de subsidios sociales (más del del 40 % de los dominicanos reciben ingresos mensuales del Gobierno a través de salarios, pensiones o subsidios); las remesas del extranjero (10 % del PIB); la masificación del empleo público (5% de la población); y los incuantificables flujos de los negocios del poder (corrupción pública) en una economía sumergida; b) otra social: a causa de una adaptación paciente de la base social al statu quo, por estar ocupada en atenciones de pura subsistencia.

Somos una sociedad dominada por una franja de bajos estándares racionales/críticos. Apática, sumisa y autoexcluida de los procesos y decisiones públicas. Ese es el arquetipo ideal del «ciudadano desechable», ese que consiente sin reclamos una historia de omisiones estatales.

Tal realidad no es hacedera ni sostenible. Un país no puede modelar el desarrollo con base en casuismos ni atenciones de apremio. Los índices de hoy no nos servirán mañana si no nos disponemos a construir hoy ese futuro. Y es ahí donde hemos fracasado.

Ya nos frustran los informes económicos sin rendimientos en los cuadros de vida; nos fastidia un Estado funcionalmente incapaz de dar un servicio óptimo; nos apena desgastarnos en una institucionalidad inoperante; nos irrita ver enriquecerse a la misma gente.

Tendrán que buscar a genios que nos inventen otras «verdades» o nos enseñen a domesticar a otros perros con el mismo hueso, porque la gente, a pesar de su aparente acato, se está hartando. Y cuando reaccione no será para prorrumpir en ladridos, ¡lo hará para morder!

Diario Libre

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