La justicia dominicana y los idiotas

Marino Beriguete

En la República Dominicana la justicia parece haber llegado a una conclusión inquietante: este es un país de idiotas. No de ciudadanos críticos ni de contribuyentes que exigen respeto, sino de idiotas, dóciles y resignados. De otro modo sería imposible entender cómo alguien se roba quince mil millones de pesos, devuelve tres mil y se va tranquilo a su casa. O cómo un personaje se embolsilla siete mil millones, entrega unas migajas y reaparece sonriente en los medios, opinando sobre ética, democracia y hasta sobre la Virgen de la Altagracia. El guion es tan absurdo que, de no ser real, parecería una sátira escrita por un comediante de mal gusto.

El espectáculo alcanza tintes grotescos cuando uno de esos próceres del saqueo, que desvió cientos de miles de millones, reaparece en un estudio de televisión como experto en economía, sentado bajo luces que lo iluminan como si fuera una figura respetable. El robo, en vez de mancharlo, lo ennoblece. Aquí la impunidad no solo protege: convierte al ladrón en consejero de Estado.

Pero conviene hacerse la pregunta incómoda: ¿quién tiene realmente la culpa? No son solo los jueces que, con el rostro solemne de quien aplica la ley, bendicen acuerdos que huelen a componenda y saben a burla. La culpa también es nuestra, de una sociedad que ríe, aplaude y, lo que es peor, vota por los mismos partidos que se alimentan de esos saqueadores. Idiotas, sí, porque confundimos la astucia del delincuente con inteligencia, y el botín del robo con éxito.

La corrupción en este país ha alcanzado la categoría de espectáculo vulgar. Cada caso se anuncia como la gran función de la temporada: luces, cámaras, acusaciones rimbombantes, titulares en primera plana. Y luego, el acto final: el acusado devuelve una fracción del botín, los jueces lo liberan, los políticos lo abrazan, y el público aplaude como si acabara de presenciar una obra maestra del ingenio criollo. En el escenario queda claro el papel de cada uno: el ladrón se lleva el premio, el juez se lleva el prestigio, el político se lleva el aliado, y el pueblo se lleva… la etiqueta de idiota.

El problema no es solo la corrupción: es la inversión moral que convierte al corrupto en referente. Lejos de ser condenado, es cortejado por los partidos, que lo exhiben como si fuera una joya. Los políticos lo saben: en este país, el que roba mucho nunca cae en desgracia; al contrario, se convierte en prenda codiciada. Y la ciudadanía lo sabe también, pero calla, se resigna, se encoge de hombros, como si la indignación fuera un lujo.

La democracia, en estas condiciones, se vuelve un teatro con guion repetido. Las instituciones fingen que sancionan, los medios fingen que denuncian, los políticos fingen que se escandalizan. Y todos, absolutamente todos, seguimos con la farsa porque hemos decidido que es más cómodo reírnos del chiste que enfrentarnos a la tragedia.

Tal vez por eso la justicia dominicana nos trate como idiotas: hemos aprendido a comportarnos como tales. Mientras aceptemos que un robo multimillonario puede “limpiarse” con la devolución de unas migajas, el verdadero delito no será el de los corruptos sino el de nuestra cobardía; esa es la más cara de todas las corrupciones. Y todo ello ocurre en un país donde, hoy, los presidentes se declaran ciegos y sordos ante los entornos que los rodean.

El Caribe

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