Los cuatro ojos del presidente

José Luis Taveras

En un régimen presidencialista como el nuestro, un mandatario tolerante o permisivo no puede esperar «funcionarios suecos». Las señales, claras e inequívocas, les deben llegar, más allá de las advertencias públicas

Al presidente Abinader le esperan días duros. Aparte de la sobreocupación que habitualmente dedica al despacho presidencial, debe reforzar la vigilancia a la gestión de sus funcionarios. 

Y es que en la primera mitad de un segundo mandato empieza a relajarse todo: conductas, protocolos y controles. Pasó en las administraciones de Fernández y Medina. Si se examina una buena parte de los escándalos de corrupción de estos últimos gobiernos, se advertirá que fueron armados o revelados sintomáticamente en ese periodo.

Conscientes de que es la última oportunidad para jugárselas, ciertos funcionarios se desesperan y les toman confianza a los arrojos.  Comienzan a tentar con prácticas corruptas moderadas que luego devienen en grandes tramas defraudadoras. Se desatan de esta manera viciosas compulsiones por acumular más.

Muchos terminan sin apetito por montos de nueve cifras, hasta un punto, ya patológico, en que pierden razones para explicar patrimonios propios o de vinculados. Los casos que actualmente se ventilan en los tribunales, concernientes a las administraciones del PLD, ponen en contexto esta preocupación. Las sumas imputadas son obscenas.

Los funcionarios que siguen en sus puestos se apoyan en la falsa seguridad de que no serán descubiertos ni les pasará nada, hasta que un accidente o un dato suelto se convierte en llavín de cualquier hallazgo.

Pero aparte, la corrupción pública dominicana es predecible o poco inteligente. No se estructura a través de ingenierías operativas/financieras complejas que puedan diluir la responsabilidad u ocultar la identidad de sus ejecutores. Suelen ser prácticas burdas de malversación que apuestan a la impunidad política.

Nada nos hace pensar que los funcionarios de hoy tienen más compromisos éticos que los de otras administraciones. Se trata de una cultura política que no distingue marcas partidarias.

Lo que cambian son los controles, la operatividad del sistema de consecuencias y la determinación política del primer ejecutivo. En un régimen presidencialista como el nuestro, un mandatario tolerante o permisivo no puede esperar «funcionarios suecos». Las señales, claras e inequívocas, les deben llegar, más allá de las advertencias públicas.

Las contrataciones gubernamentales siguen siendo el principal medio para derivar pagos de pocas huellas; es el mecanismo más disimulable, ya que, entre otras «bondades», supone la participación de un tercero aparentemente ajeno. Además, los contratistas, socorridos en la condición de empresarios, no son tocados.

Aquí todo el mundo sabe que en diferentes ministerios se mueven viejas estructuras que detentan el negocio de las contrataciones y que cuando entra un funcionario lo envuelven tempranamente en sus redes bajo la premisa de pagos anticipados y absoluta reserva. 

Es en el arenoso terreno de las grandes contrataciones donde el sistema ha probado sus más oscuras prácticas, pero tales licitaciones no se suspenden ni se impugnan porque se suelen atribuir como compensaciones a inversiones de campaña.

Es aquí donde se tipifican las prácticas más sutiles para viciar los procesos de selección, tales como las siguientes:

adecuar los términos de referencia a las cualificaciones de un determinado licitador (especificaciones pactadas);

filtrar datos confidenciales a uno de los licitantes para que presente la mejor propuesta técnica o financiera;

manipular las ofertas por parte del personal de contratación;

dividir las compras para evitar los umbrales de una licitación competitiva;

realizar ofertas colusorias (mediante acuerdos convenidos entre varios licitadores vinculados), entre otras.

Por otra parte, la necesidad de acelerar la ejecución de obras antes de que acabe el periodo de gobierno festina los procedimientos, abriendo oportunidades para maniobras, sobrevaloraciones, fugas y trasiegos.

Les temo a los anuncios de obras de grandes presupuestos en las etapas medias de gobierno. Aparte de la poca planificación con que se hacen, se prestan a todo tipo de excesos.

El problema para Luis Abinader es que no tiene la licencia que se arrogaron en su momento otros que no hicieron juramentos de cambio con la corrupción.  Abinader accedió al poder por su proclamada intolerancia a la impunidad.

Ya como presidente, cada vez que se le emplaza a actuar frente a una denuncia seria reitera ese compromiso.

Esta misma semana respondió con aparente enfado recordando que ha sido leal a tal adeudo.  Pero el sistema requiere más que reacciones emotivas: demanda un ordenamiento ex ante de control, normas y procesos que mitigue los riesgos de acciones corruptas. 

En ese celo, Luis Abinader debe cuidarse de dos extremos:

abandonarse a la confianza de que sus funcionarios serán leales a ese compromiso, más en un gobierno que agota su último periodo;

cuidarse del afán populista que le seduce a usar como expiaciones casos selectivos para vender la impresión de que es consecuente con ese compromiso.

Generalmente quienes pagan tales reacciones suelen ser funcionarios de segunda o tercera que no tienen padrinos políticos ni amparos empresariales.   Las acciones en contra de la impunidad no deben discriminar jerarquías.

La admonición para el presidente es no aflojar el puño; que si hay una condición con el potencial de pulverizar la buena memoria de cualquier gestión es la impunidad. Se escuchan ruidos. Cuatro ojos, presidente.

Diario Libre

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