El juego de poder de Luis Abinader
Marino Beriguete
La soledad del poder es una experiencia universal de los gobernantes, aunque cada país y cada época le den un matiz distinto. En este país ubicado en el mismo trayecto del sol, donde la política se ha movido durante décadas entre el clientelismo, la corrupción y la improvisación, esa soledad suele llegar temprano y con un peso devastador. No se trata de un fenómeno meramente psicológico ni del cansancio natural que produce el ejercicio de la presidencia; se trata, más bien, de un proceso político y moral: el presidente descubre que quienes recibieron su confianza han traicionado esa confianza. Y a partir de esa constatación amarga comienza el aislamiento. No lo aíslan sus adversarios —esos siempre estuvieron allí, hostiles y previsibles—, lo aíslan sus propios colaboradores, sus amigos más cercanos, los dirigentes a los que entregó ministerios, contratos, cuotas de poder, y que, en lugar de sostener su proyecto, lo usaron para corromperse o para conspirar. Esa es la soledad que ahora empieza a experimentar Luis Abinader.
El presidente llegó al poder con una imagen distinta: un hombre que encarnaba la promesa del cambio, que hablaba en nombre de la transparencia y que ofrecía limpiar el fango del clientelismo. Durante los primeros meses, esa narrativa se sostuvo en un entusiasmo colectivo y en la expectativa de un país fatigado de gobiernos que habían confundido el Estado con un botín. Pero la ilusión no podía sostenerse sola. Cinco años después, el panorama es muy diferente: el propio Abinader siente el desgaste, no tanto por los ataques de la oposición, sino por la decepción que le provoca su entorno más cercano. La corrupción que ha brotado en algunos de sus ministerios, la mediocridad de ciertos funcionarios, las intrigas palaciegas, han terminado erosionando no sólo la credibilidad del Gobierno, sino la confianza íntima del presidente.
La política, en este punto, se vuelve un territorio desolador. Abinader se ha vuelto más parco, más esquivo, menos confiado. La herida no proviene de afuera, sino de adentro. Y esa herida, más que cualquier campaña de oposición, es la que puede definir su legado. Porque un presidente puede resistir el ataque de sus adversarios, pero rara vez sobrevive a la traición de los suyos.
En este escenario, se le presentarán solo tres caminos. El primero es dejarse arrullar por el círculo de aduladores que lo rodean. Como siempre ocurre en el poder, aparecerán quienes le digan que él es insustituible, que sin él el PRM se derrumba, que sólo su candidatura garantiza la continuidad. Es un canto de sirena diseñado para mantener privilegios y favores, no para pensar en el país. Ese espejismo de la indispensabilidad ha sido la perdición de tantos líderes latinoamericanos: creer que son eternos, que el pueblo no existe sin ellos. Si Abinader cede a esa tentación, terminará atrapado en la misma trampa que devoró a otros presidentes antes que a él.
El segundo camino es el más arduo, pero también el más sensato: recomponer su partido y reordenar la política desde dentro. Convocar a los aspirantes presidenciales, ordenar las candidaturas estratégicas, unificar al PRM cuando aún nadie tiene la fuerza suficiente para imponer su propia agenda. En este momento, la pluma del presidente todavía decide, y ese es su capital. Si espera al final, será demasiado tarde: cada precandidato presidencial habrá construido su propio feudo. Reorganizar el partido significa también apostar por una renovación generacional, abrir espacio a jóvenes sin vínculos con la corrupción, desplazar a caciques que han hecho de la política un negocio, e instaurar una disciplina seria. En paralelo, unificar candidaturas en las plazas claves — a la Presidencia, a las senadurías del Distrito y de Santiago, a las alcaldías de las principales ciudades— y blindar las 17 provincias de mayor densidad electoral. Esa estrategia, más que un gesto táctico, sería un legado institucional: demostrar que en la política se puede construir partido más allá de las dificultades del poder.
El tercer camino, quizá el más pragmático, es que Abinader tenga que negociar con la oposición. Si Abinader no consigue cohesionar al PRM y el desgaste se profundiza en su partido y en la población, la oposición podría adelantarse y pedirá al candidato que tenga la mayor oportunidad de sustituirlo su cabeza, y no sólo la suya: también la de sus funcionarios en los tribunales. La política ha sido en el país implacable en ese sentido: el poder, una vez debilitado, se convierte en objeto de persecución. Un acuerdo con sectores de la oposición, aunque impopular, puede ser la única forma de evitar un desenlace judicial traumático. Negociar no es capitular; es entender que la política es el arte de lo posible, y que en ocasiones lo posible no es la victoria total, sino la supervivencia digna.
Pero hay un factor adicional que agrava la soledad de Abinader y que en el país siempre ha sido decisivo: los empresarios. En la política local, los empresarios no son actores neutrales ni desinteresados. Invierten en candidaturas, financian campañas, sostienen estructuras. Pero ese apoyo tiene un límite: la popularidad del presidente. Cuando perciben que un mandatario comienza a perder respaldo social, cuando las encuestas muestran desgaste y la oposición empieza a crecer, los empresarios hacen lo que mejor saben hacer: diversificar riesgos. Poco a poco se van mudando al otro lado, trasladan sus contribuciones económicas hacia la oposición y apuestan a la alternancia. No lo hacen por convicción ideológica, sino por cálculo pragmático: nunca quieren quedarse fuera del negocio del poder.
Ese comportamiento provoca un efecto dominó. Cuando los empresarios se mueven, también se mueven los dirigentes sin compromisos sólidos, los llamados partidos “águilas” que vuelan siempre hacia donde sopla el viento. Empiezan a abandonar el barco oficialista, a coquetear con la oposición, a tejer alianzas en silencio. Y ese éxodo es mortal para un presidente en funciones, porque no sólo debilita sus recursos financieros, sino que envía al electorado una señal inequívoca de debilidad: si hasta los suyos lo abandonan, es porque el ciclo ha terminado.
Esta dinámica es la que puede acelerar la soledad de Abinader. No basta con resistir a la oposición; debe evitar que su propia base social y económica lo abandone. Y para ello necesita mostrar fuerza, no con discursos, sino con acciones concretas: recomponer su partido, limpiar su entorno de corrupción, dar señales inequívocas de que sigue controlando la agenda. Si no lo hace, los empresarios y los dirigentes volátiles seguirán la lógica que siempre han seguido: apostar al ganador del mañana, no al presidente debilitado de hoy.
La particularidad de la soledad de Abinader es que llega en un punto intermedio, no al final de su ciclo. Todavía puede rectificar, todavía puede construir un legado. Esa diferencia lo coloca en una encrucijada histórica: o será recordado como un mandatario devorado por la corrupción de su entorno y abandonado por sus aliados, o como el estadista que supo aprovechar el aislamiento para reorganizar el poder. La decisión está en sus manos.
El origen de su amargura es claro: la traición de aquellos en quienes confió. Y de esa traición derivan dos caminos: encerrarse en el resentimiento, o usar la herida como motor para depurar el sistema. La primera opción lo hundirá en el mismo destino de otros presidentes latinoamericanos, aislados y desprestigiados. La segunda lo convertiría en un caso inusual: un presidente que, en medio de la soledad, supo construir instituciones más fuertes que su propio nombre.
La actividad política se encuentra en un momento decisivo. La oposición acecha, los empresarios miden con encuesta creíble, cada día dónde colocar su dinero, los dirigentes sin compromisos ya afilan sus alas para volar hacia nuevos destinos. Frente a esa realidad, Abinader sólo tiene una posibilidad de supervivencia política y de legado: actuar ahora. Reorganizar, depurar, unificar. Demostrar que aprendió la lección fundamental del poder: que la confianza no se regala, se construye. Y que la soledad, aunque inevitable, puede ser también el terreno fértil de una transformación.
Si no lo hace, el final está escrito. Los aduladores seguirán diciéndole que es insustituible; los empresarios, en silencio, financiarán a sus adversarios; los dirigentes oportunistas, como siempre, cambiarán de bando; y la oposición pedirá su cabeza con el entusiasmo de quien huele sangre. En ese escenario, la soledad del poder se convertirá en condena.
El desenlace dependerá de si Abinader entiende que el poder no se conserva con ilusiones, sino con decisiones estratégicas. Su legado se definirá en los próximos meses: será recordado como un presidente aislado, traicionado y abandonado, o como el hombre que, en medio de la intemperie, supo transformar la soledad en oportunidad. Esa es la encrucijada que tiene por delante. Y esa es la verdadera dimensión del juego de poder que hoy comienza a jugar y que no tendría ningún chance posible si lo empieza el año que viene.
Demuéstreme que estoy equivocado.
El Caribe