Los ricos y poderosos celebran a Trump en Windsor

Por Shawn McCreesh y Maggie Haberman

Shawn McCreesh reportó desde el Castillo de Windsor y Maggie Haberman desde Londres.

The New York Times

En lo que respecta a los banquetes de mendigos, este fue bastante rico.

Allí estaban sentados, codo con codo, algunas de las personas más ricas, influyentes y con mejores contactos del mundo, todos juntos ante una larga mesa dentro de un castillo de casi mil años de antigüedad. El invitado de honor estaba en el centro de la mesa, vestido de etiqueta rigurosa, y lucía más feliz que nunca. Estaba siendo tratado como un rey por un rey de verdad.

La cena de Estado que el rey Carlos III ofreció para el presidente Donald Trump el miércoles por la noche en el Castillo de Windsor pareció una nueva cúspide para Trump: un escaparate reluciente de los poderosos superándose a sí mismos para ganarse (o conservar) el favor de un presidente cuyo segundo mandato se ha caracterizado por las demostraciones de poder bruto. Esas demostraciones han adoptado cada vez más la forma de represalias contra enemigos percibidos en casa y alianzas destrozadas en el extranjero.

“El vínculo entre nuestras dos naciones es realmente extraordinario”, dijo Carlos. “Al renovar nuestro vínculo esta noche, lo hacemos con una confianza inquebrantable en nuestra amistad y en nuestro compromiso compartido con la independencia y la libertad”.

El presidente parecía sumamente complacido por todo aquello; no pareció molestarse lo más mínimo cuando el rey aprovechó su discurso para aludir delicadamente a cuestiones medioambientales y a la necesidad de apoyar a Ucrania.

Trump se levantó y galanteó: “Es un privilegio singular ser el primer presidente estadounidense recibido aquí” (otros presidentes estadounidenses han sido recibidos en Windsor —incluido Trump en su primer mandato—, aunque no en una cena de Estado. Normalmente, estas cenas se celebran en el Palacio de Buckingham, en Londres, pero ese viejo palacio está en obras de reforma).

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Más de 150 personas asistieron a la cena de Estado junto al rey Carlos III y el presidente Trump.Credit…Foto de consorcio por Andrew Caballero-Reynolds

El objetivo del Reino Unido está claro: la realeza trabajaba junto con el gobierno británico, prodigando atenciones y honores al presidente el miércoles para que sea más flexible en las negociaciones con el aliado más antiguo de Estados Unidos en su reunión diplomática del jueves con el primer ministro.

¿Pero qué pasa con el resto de la mesa? Había 160 personas sentadas en esa sala de banquetes. Y 1452 cubiertos sonando y raspando en manos de magnates de los medios de comunicación, financieros, políticos y magnates de la tecnología. Entre los poderosos había algunos miembros del gabinete de Trump y los asesores de más alto rango de la Casa Blanca.

La lista de invitados de la cena del miércoles debería guardarse en el castillo y estudiarse dentro de otros mil años como un documento fascinante sobre la historia de Occidente. No se trataba de una mesa de cantantes de pop, estrellas de cine, famosos o figuras de la moda, cuya compañía Trump a menudo ha buscado. No se trataba del poder de la celebridad. Se trataba del poder real.

El primer ministro británico, Keir Starmer, estaba sentado junto al financiero neoyorquino y director ejecutivo de Blackstone, Stephen Schwarzman. El asiento del director ejecutivo del Bank of America, Brian Moynihan, estaba en ese lado de la mesa. También el del niño rey de la inteligencia artificial de Silicon Valley, Sam Altman, a quien pusieron al lado de Kemi Badenoch, la líder del Partido Conservador británico. Demis Hassabis estaba allí (dirige DeepMind, el hermético laboratorio londinense de IA propiedad de Google), y también Satya Nadella, el mandamás de Microsoft, y Marc Benioff, el cofundador de Salesforce. Tim Cook, el director de Apple, también estaba allí.

La presencia de Cook en particular parecía notable. Hace solo unas semanas apareció en el Despacho Oval, con las cámaras rodando, para entregar a un radiante Trump un trozo de cristal de Corning hecho a mano en un soporte de oro de 24 quilates. Era un trofeo destinado a mostrar la inversión de su empresa en Estados Unidos, pero también a ayudar a arreglar su relación con Trump, a quien molestó que el ejecutivo de Apple decidiera no unirse a sus colegas titanes de la tecnología en Medio Oriente el pasado mes de mayo con motivo de la visita del presidente a la región. Trump se percató de la ausencia de Cook y se mofó públicamente de él durante dos paradas del viaje.

El presidente ejecutivo de Apple, Tim Cook, y la hija de Trump, Tiffany Trump, entrando el miércoles a la cena de Estado en el Castillo de WindsorCredit…Doug Mills/The New York Times

Así pues, allí estaba Cook el miércoles, sentado junto a Tiffany Trump en la sala del banquete. Aparte de la primera dama, Melania Trump, que estaba sentada entre la reina Camila y el príncipe Guillermo, Tiffany y su marido eran los únicos parientes de Trump que asistieron.

Pero hubo un invitado a la cena del miércoles cuya presencia pareció especialmente reveladora. Al otro lado de la mesa, frente a Cook y unos cuantos asientos a la derecha, estaba sentado el magnate de los medios de comunicación Rupert Murdoch. Él y Trump tienen una larga y complicada relación intermitente. Sin duda, la situación está en crisis en estos momentos: hace unos meses, The Wall Street Journal —la joya de la corona del imperio periodístico de Murdoch— publicó una historia sobre la antigua amistad de Trump con el difunto delincuente sexual Jeffrey Epstein, lo que llevó al presidente a negar la historia y demandar al periódico y a su propietario. La demanda de Trump se convirtió en algo especialmente personal; exigió, con éxito, que Murdoch, de 94 años, proporcionara información actualizada sobre su estado de salud, después de que el presidente presionara para que fuera depuesto en cuestión de días.

La posición de Murdoch en la sala del banquete estaba lo suficientemente alejada en la mesa como para quedar fuera del campo de visión del presidente y, sin embargo, allí estaba, escuchando un discurso sobre la grandeza de Trump. (Curiosamente, el barón de la prensa estaba sentado al lado de Morgan McSweeney, el jefe de gabinete y mano derecha del primer ministro, quien actualmente es muy criticado en los medios de comunicación, especialmente en las páginas de —lo has adivinado— los periódicos de Murdoch).

Incluso en esta noche de máximo beneplácito, el apetito de Trump por represalias no se sació. Cuando terminó la cena, publicó alegremente en las redes sociales que la cadena ABC había retirado indefinidamente del aire el programa de Jimmy Kimmel, comediante y crítico de Trump. También publicó que designaría al movimiento “Antifa” de “GRAN ORGANIZACIÓN TERRORISTA”. Todo esto lo hizo mientras se preparaba para pasar la noche dentro del castillo.

El Castillo de Windsor es descrito a menudo como el castillo habitado más antiguo y grande del mundo, pues ha estado en uso casi continuo desde que Guillermo I lo construyó después de la conquista normanda de 1066. Tiene un foso, gruesos muros de piedra y un laberinto de habitaciones. El inmenso salón de banquetes contiene los escudos de los Caballeros de la Jarretera, que datan de 1348. Las armaduras pulidas miran hacia la mesa desde plintos tallados en los muros.

Fuera de las puertas de ese castillo, Trump debe volver a un mundo que no necesariamente lo ve —o, al menos, no necesariamente lo tratará— de la misma manera que lo hicieron los poderosos hombres y mujeres reunidos en el Castillo de Windsor. La semana pasada, cuando el presidente salió de la Casa Blanca para cenar fuera en Washington por primera vez desde su regreso, dentro de un restaurante le gritó un grupo de manifestantes que, mientras apoyaban a Gaza, lo comparaban con Adolf Hitler. Fueron sacados del lugar

Sin embargo, en el Reino Unido, la noche anterior a la cena de Estado, manifestantes proyectaron en los muros del castillo imágenes de Trump socializando con Epstein, un recordatorio del furor político que le espera en su país.

Al fin y al cabo, las fortalezas están diseñadas para mantener al mundo fuera. Y ningún banquete dura para siempre.

The New York Times

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