De monorrieles y telarañas
Eduardo García Michel
Vale preguntarse, ¿qué gana Santo Domingo embelleciendo la Zona Colonial con la gran obra de remozamiento que allí se realiza, soterrando los alambres y cables aéreos que la afean, empedrando las calles, ampliando las aceras peatonales, colocando jardineras, si una buena parte del resto de la ciudad se ha ido convirtiendo en oda al mal gusto, amasijo de postes y alambres enredados y multiplicados, reperpero de columnas, cemento, asfalto, elevados que no dejan espacio al verde ni a la circulación peatonal?
La historia de la ciudad parece dar vueltas en un círculo.
Allá por los años 60 y 70 del pasado siglo el sistema de ahorros y préstamos propició el desarrollo de urbanizaciones, verbigracia Los Prados, pensadas para alojar a integrantes de la clase media con espacios amplios, servicios de calidad, complejo deportivo y cultural, viviendas con solares de varios cientos de metros cuadrados. Fue un éxito, ahora disminuido por su caótica conversión en complejo comercial.
En aquella época el BNV dio un paso más al desarrollar la urbanización La Castellana, con servicios soterrados. Con el paso del tiempo las empresas lograron instalar alambres y cables aéreos, defraudaron a quienes adquirieron solares para edificar sus viviendas bajo la promesa de disponer de un espacio libre de contaminación visual. Fallos del ordenamiento urbano y de la aplicación de normas, corregibles si hubiese existido el temple y coraje para hacerlo.
Así se ha ido forjando la historia de lo que pudo haber sido una urbe bien ordenada. (Todavía puede serlo si surgiera la voluntad para hacerlo).
La ciudad de Santo Domingo se ha ido convirtiendo, junto a segmentos luminosos de alto lujo, en un sumidero que contiene una maraña de cables eléctricos, telefónicos, tele cables que forman una telaraña tupida y estropean el entorno, alberga letreros de todo tipo, admite la circulación de vehículos pesados que invaden el espacio público.
Como si fuera poco, algunas de las «soluciones para la movilidad ciudadana» ya ejecutadas o en proceso de ejecutarse, agreden el espacio y dañan el contorno, bajo el argumento de que son más baratas que otras opciones disponibles, lo cual no está demostrado pues ignoran costos ocultos, entre ellos los ambientales.
Profundizando en esa misma línea, las autoridades nacionales acaban de anunciar la construcción de un monorriel que atravesaría áreas emblemáticas de la ciudad de Santo Domingo. En concreto, dicen que «uniría al Centro Olímpico con el puente Juan Carlos y atravesaría la avenida 27 de Febrero por la calle 30 de Marzo a una altura de 11 metros… En el trayecto de la avenida México la estructura comenzará a elevarse por toda la calle 30 de Marzo… Cuando el monorriel llegue a la 27 de Febrero ya estará por encima de la altura del elevado, que son unos 6 metros adicionales…».
No se necesitan explicaciones adicionales para percatarse de que se trata de una obra que amenaza con dañar aún más el perfil urbano de la ciudad y convertirla en un amasijo de columnas, vigas, calzadas de cemento que arruinarían su perspectiva.
Ya de por sí el elevado de la 27 de Febrero causa un daño estético de envergadura. Pronto se agregará a ese catálogo el metro aéreo a Los Alcarrizos. Y ahora se anuncia el monorriel que se desplazará por calles estrechas en calzadas elevadas y profundizará el aspecto de adefesio que persigue a la urbe.
Y todo por satisfacer el gusto de anunciar obras que dejen impronta de las «realizaciones» de un gobierno, en detrimento del derecho de los ciudadanos no solo a transitar con agilidad sino también a hacerlo dentro de un espacio agradable a la vista, estimulante a los sentidos y favorable a la salud mental.
¡Por Dios, recapaciten!
En el fondo, las soluciones no dependen de la construcción de estructuras de cemento monstruosas sino de la organización de un transporte público masivo bien diseñado, estructurado y ordenado con sentido estético y sostenibilidad ambiental. ¡Es de lo que carecemos!
En las grandes y modélicas urbes europeas de hoy hasta se dan el lujo de reducir el tamaño de las calzadas para el uso del automóvil y utilizar esos espacios para disfrute peatonal y áreas verdes, pues disponen de servicio de autobuses y de metro subterráneo muy eficientes y bien regulados que facilitan que el perfil urbano se despliegue con belleza arquitectónica y espacios holgados para el disfrute de los ciudadanos.
¿Acaso somos tan distintos como para no poder hacerlo? ¿Qué nos impide, salvo el inmediatismo, planificar una ciudad amable con su gente, bien pensada, con movilidad ágil, sostenibilidad ambiental, predominio de la estética y sin estridencia sonora?
Las soluciones no dependen de la construcción de estructuras de cemento monstruosas sino de la organización de un transporte público masivo bien diseñado, estructurado y ordenado con sentido estético y sostenibilidad ambiental.
Diario Libre