Ética en la cuerda floja

Por Miguel Liberato

Recientemente se ha hecho público un incidente escandaloso que involucra a la esposa de una figura del servicio exterior, cuya conducta ha generado reacciones negativas por la manera en que dicha persona actuó en un espacio público.

Aunque los detalles precisos pueden variar y la veracidad completa está sujeta a investigación, el hecho ha sido ampliamente divulgado en medios de comunicación, redes sociales y foros públicos.

En un gobierno que presume de haber colocado la ética y la transparencia como banderas de su gestión pública, cualquier tropiezo en el comportamiento de sus funcionarios o de quienes los acompañan, tiene un efecto multiplicador en la percepción ciudadana.

El referido escándalo no es un incidente menor, pues pone en tela de juicio, de manera directa, la integridad de un gobierno que se ha presentado como adalid del cambio.

Los servidores en el exterior y sus familias no son simples acompañantes del Estado debido a que representan, en primera línea, la imagen nacional en virtud de que sus actos, dentro o fuera de la esfera estrictamente oficial, tienen una lectura política y simbólica.

Es por eso que, cuando una conducta inapropiada trasciende y no hay una respuesta inmediata y clara, la ciudadanía percibe tolerancia o encubrimiento y esa percepción erosiona la legitimidad política y alimenta el cinismo de quienes creen que “nada ha cambiado”.

Más allá de la anécdota puntual, el caso revela algo preocupante sobre la fragilidad de los mecanismos de control, la falta de protocolos eficaces y la necesidad urgente de establecer códigos de conducta sólidos en el servicio exterior.

La ética pública no se mide solo por los discursos o las leyes aprobadas, sino por la coherencia con que se aplican y por las medidas que ejecute el gobierno para demostrar que su compromiso con la integridad es real y no solo retórico.

Ignorar o minimizar este episodio sería una señal de debilidad institucional que costaría muy caro en términos de confianza ciudadana e imagen internacional.

En lugar de ver el escándalo en cuestión como una amenaza, el gobierno debería tomarlo como una oportunidad para reforzar sus mecanismos de integridad, actualizar los protocolos del servicio exterior y recordar a sus funcionarios y allegados que representar al Estado es, ante todo, un compromiso ético.

Si el referido episodio se gestiona con transparencia y consecuencias claras, podría convertirse en un punto de inflexión positivo; si no, será otra prueba más de que la ética pública sigue, peligrosamente, en la cuerda floja.

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