Tres poemas del libro “La palabra más larga” de José Enrique Delmonte

Marino Beriguete

Hay poetas que escriben como si arrojaran piedras al río: cada palabra es una onda que se expande hasta desbordar lo visible. José Enrique Delmonte, en sus poemas “La palabra más larga”, “Marte” e “Islar”, parece escribir desde ese borde en el que el lenguaje ya no es sólo un instrumento, sino una criatura que respira. Uno puede sentir que el poema no está hecho para explicar, sino para inaugurar espacios: territorios donde la palabra todavía conserva su misterio y el lector se asoma a un lenguaje en estado de nacimiento.

En La palabra más larga la voz se encuentra con la pobreza del idioma: “Trescientos vocablos cercenan la ternura de la carne. Insuficiente para tanta aridez del aire.” Aquí late una paradoja: vivimos rodeados de un océano de palabras, pero no alcanzan. El poeta nos dice que el lenguaje, que debería ser puente, es también frontera. Nos rodea, nos nombra, pero también mutila lo que quiere decir. ¿No es esa la condición contemporánea del hombre? En una época saturada de slogans, de consignas, de frases prefabricadas, la ternura no encuentra cómo decirse. La aridez del aire es también la aridez del discurso: palabras gastadas, repetidas hasta el desgaste, incapaces de conmover.

La poesía no es un lujo, sino la raíz de todo pensamiento. Y al leer a Delmonte uno entiende por qué. En ese sillón frío donde el poeta se sienta de noche, lo visita “la palabra más larga que cabe en mi mano.”

Esa palabra no está escrita en el diccionario, porque no es sólo un vocablo: es una experiencia. La palabra más larga no se mide en sílabas, sino en hondura. Es la palabra que todavía resuena cuando todas las demás han callado. Es lo que queda después del lenguaje: un murmullo que acompaña al hombre en la soledad.

En Marte, el poeta nos traslada al otro extremo: no ya la escasez del idioma, sino su desborde. “Cargo un pedazo de salvia, piedras y estampas de futuro… traigo además alegría o desaliento, como deben incluir los buenos sueños.” Aquí la palabra es equipaje. El poeta es un viajero que camina hacia un planeta, pero lo que lleva no son maletas sino imágenes, símbolos, emociones. Marte es un territorio soñado, pero también es metáfora del futuro, de lo que nos espera como especie. La humanidad, que siempre ha cargado con nostalgia, también lleva consigo esa mezcla de esperanza y pérdida.

Hay en este poema una intuición poderosa: que todo viaje humano, incluso el viaje interplanetario que ya se anuncia en nuestros días, es un traslado de la conciencia poética. Marte no es sólo un planeta: es el espejo de lo que somos. “Pienso en ti redondo y extendido mientras arrojo un pedazo de nostalgia al infinito.” Ese gesto, el de lanzar nostalgia al cosmos, es profundamente humano. La técnica podrá construir cohetes, pero lo que realmente se lanza al espacio es nuestra memoria, nuestra soledad, nuestra música.

El tercer poema, Islar, nos devuelve a la tensión de lo terrestre. Aquí la voz acusa: “te acuso a ti de verter el mar en las fauces de las nubes, de apisonar palmeras moribundas, de azuzar tormentas, de robar ternezas a las algas.” Es un poema que suena a proceso judicial contra el hombre moderno. La acusación no es sólo ecológica, aunque lo sea: es también espiritual. Hemos convertido el mar en mercancía, las palmeras en ruina, las tormentas en espectáculo. La voz del poema reclama no sólo contra los daños a la naturaleza, sino contra la mutilación del lenguaje: “a eliminar los gerundios de tu carne, a rasgarle las sienes a los sabios.”

El poeta nos recuerda que cada gesto de devastación en la Tierra es también un gesto contra el lenguaje. Si destruimos los símbolos, ¿con qué hablaremos después? Cuando ya no haya algas, ¿qué metáforas quedarán? Cuando ya no haya tortugas, ¿quién incubará los sueños? Por eso la condena del poema es paradójica: “todo lo que sueñes será plagiado en tu contra.” El sueño, que debería ser un espacio de libertad, se convierte en prisión. La especie humana será condenada a repetir sus versos libres, como si la libertad misma fuera convertida en cadena.

Leer estos tres poemas juntos es asistir a una trilogía del lenguaje contemporáneo. En el primero, el poeta se enfrenta a la insuficiencia de las palabras; en el segundo, a su potencia como equipaje cósmico; en el tercero, a su corrupción en un mundo que destruye lo que nombra. Entre los tres se dibuja un mapa: el mapa del hombre moderno atrapado entre la escasez, la esperanza y la ruina.

En un ensayo que escribí en los noventa dijes “que la poesía no se mide por la claridad con la que explica, sino por la profundidad con la que interroga”. Y estos poemas nos interrogan: ¿qué hacemos con las palabras? ¿Las usamos para domesticar o para liberar? ¿Para repetir slogans o para inaugurar mundos? Quizá lo más urgente no sea inventar nuevas tecnologías, sino rescatar el poder de la palabra. Porque sin palabra no hay memoria, sin memoria no hay futuro.

El gesto de Delmonte recuerda que toda gran poesía nace de una experiencia de límite. El límite del lenguaje, el límite del planeta, el límite de la conciencia.

Y es en esos bordes donde surge lo más humano. Cuando el poeta se sienta en su sillón frío y escucha la palabra más larga, está repitiendo el gesto del primer hombre que, en una caverna, se atrevió a nombrar lo innombrable. Cuando mira hacia Marte y lanza nostalgia al infinito, está replicando el gesto de los navegantes que cruzaron océanos sin saber si había costas más allá. Y cuando acusa a quienes devastan el mar y las algas, está prolongando el grito de todas las culturas que han visto cómo sus dioses, sus selvas y sus palabras eran devoradas por la codicia.

Tal vez por eso la poesía sigue siendo necesaria. Porque cuando todo lo demás se derrumba, la palabra conserva la capacidad de señalar, de acusar, de salvar. No salvar en el sentido ingenuo de redimir, sino en el sentido de resistir: de mantener viva la memoria de lo que fuimos y de lo que podríamos ser.

En tiempos de crisis, siempre se dice que la poesía no sirve para nada. Pero acaso su fuerza reside precisamente en eso: en no servir, en no plegarse a la utilidad inmediata. Los versos de Delmonte no buscan vender un producto, ni convencer a un electorado, ni tranquilizar al mercado. Son palabras que recuerdan al hombre que sigue teniendo una voz, una herida y una esperanza.

Quizá por eso el poema Islar termina con esa condena poética: “y podrás ser condenado a repetir un verso libre y a que las tortugas desoven en tu voz.” La voz humana será nido, será orilla, será playa para que la vida vuelva a comenzar. La poesía, que parece frágil, es en realidad la forma más antigua de resistencia.

José Enrique Delmonte, con estas tres piezas, nos recuerda que la palabra todavía arde, todavía acusa, todavía sueña. Que el lenguaje puede ser mutilado, pero no extinguido. Y que, aunque el hombre se extravíe entre la escasez, la conquista espacial y la devastación ecológica, seguirá existiendo una palabra más larga, esperando en la mano del poeta, para recordarnos que no estamos del todo solos en la noche.

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