Naciones Unidas, la representación del espectáculo

Marino Beriguete

La Asamblea General de las Naciones Unidas celebró su 80 aniversario como quien conmemora un viejo rito que, por repetido, se ha convertido en espectáculo: las banderas alineadas, los delegados en sus butacas, los intérpretes encerrados en cabinas de vidrio, los aplausos que estallan por obligación y, sobre todo, la liturgia de los discursos, cada uno más solemne que el anterior, como si las palabras, por sí solas, pudieran conjurar las miserias de la humanidad. António Guterres abrió la sesión con la gravedad de un sacerdote que anuncia el Apocalipsis: habló de un mundo atrapado en una “era de perturbación temeraria y sufrimiento implacable”, planteó dilemas morales –¿será el futuro de leyes o de fuerza bruta, de cooperación o de sálvese quien pueda?– y, aunque nadie podía reprocharle la lucidez de las preguntas, lo cierto es que todo sonaba a eco de lo ya escuchado mil veces, a retórica impecable que se desmorona apenas los delegados abandonan el salón.

Los temas fueron los habituales: migración, cambio climático, igualdad de género, inteligencia artificial, paz y seguridad, reforma de la ONU, derechos humanos. Un catálogo de urgencias que todos aplauden en abstracto y todos incumplen en la práctica. La Asamblea, en teoría, debería ser la conciencia del planeta; en la realidad, es un teatro donde cada jefe de Estado recita su libreto ideológico para consumo interno, convencido de que lo importante no es convencer al mundo, sino alimentar a su propio público.

Latinoamérica, siempre dispuesta al dramatismo, aportó lo suyo. Petro apareció en chacabana, un gesto calculado para escandalizar al protocolo, y habló como quien declama en una plaza pública: acusaciones, denuncias, profecías, todo envuelto en un tono de redentor. Lula siguió el mismo camino, Boric se sumó con menor intensidad, y, en el extremo contrario, Trump y Milei levantaron la bandera del nacionalismo y del mercado absoluto, proclamando que la única salvación está en la soberanía intransigente y en la demolición de todo proyecto multilateral. Los extremos, como siempre, se necesitaban: el populismo de izquierda legitimaba al populismo de derecha y viceversa, en una simbiosis de dogmas que deja poco espacio para la sensatez.

En ese escenario, voces como la de Luis Abinader pasaron inadvertidas. Su discurso, correcto, pero faltó emoción, no alcanzó el tono épico que exige ese podio donde lo que se premia no es la mesura, sino la capacidad de convertir una causa en espectáculo. La ONU no es un lugar para tecnicismos: es una tribuna que exige visión, relato, hasta un poco de teatralidad, si se quiere ser escuchado entre tanto ruido.

El resultado de la jornada fue la confirmación de lo que ya intuíamos: la ONU es un espejo deformado del mundo, un foro que nació para consagrar el derecho internacional y que hoy se ha degradado en escenario de resentimientos, lágrimas y proclamas ideológicas. Gaza y Haití fueron invocados con patetismo, Israel señalado con cólera, la economía global retratada como una máquina rota. Nada nuevo bajo el sol. Lo que falta no son diagnósticos, sino la voluntad de escapar del guion, de dejar de convertir la tribuna en un mitin.

El mundo que tenemos está mal, y lo sabemos. Aquí, en el Caribe, lo sensato no es dejarnos seducir por la retórica ni esperar que esas ceremonias cambien el curso de la historia, sino prepararnos, con serenidad y con coraje, para un siglo que será implacable. Porque la Asamblea nos recordó, una vez más, que el futuro no pertenecerá a quienes mejor hablen, sino a quienes se atrevan a actuar.

Demuéstreme que estoy equivocado…

El Caribe

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