Debajo de las máscaras de los agentes del ICE, está el rostro del autoritarismo en EE. UU.

Por David Wallace-Wells

The New York Times

Columnista de Opinión

Uno de los primeros indicios de que el segundo gobierno de Donald Trump podría ser radicalmente distinto a su primer mandato fueron las máscaras. Casi el primer pensamiento que tuve, al ver los videos de agentes federales deteniendo a manifestantes universitarios y columnistas de opinión, entre muchas otras personas que fueron arrestadas con cierta violencia ante las cámaras este año, fue que parecía tratarse de un nuevo protocolo de anonimato. Había agentes que usaban máscaras y otros no llevaban distintivos con sus nombres ni placas visibles, muchos de ellos iban vestidos de civil. ¿Por qué tantos de estos agentes intentaban ocultar su identidad?

“El ICE va enmascarado por una única razón: aterrorizar a los estadounidenses para obligarlos a callar”, escribió un juez federal, William Young, en una contundente sentencia de 161 páginas sobre la Primera Enmienda que se publicó la semana pasada. “En toda nuestra historia nunca hemos tolerado una policía secreta armada y enmascarada”, continuó. El juez, nombrado por Reagan, comparó a los agentes de inmigración con “cobardes forajidos y el despreciado Ku Klux Klan” y declaró que los esfuerzos federales por deportar a los manifestantes equivalían a un “ataque en toda regla” a la libertad de expresión. “Al actuar de esta manera, el ICE ocasiona un oprobio indeleble a este gobierno y a todos los que trabajan en él”.

¿Se trata de una verdadera policía secreta? El término es oscuramente tentador, aunque gran parte de lo que hemos observado del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas y la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza este año lamentablemente entra dentro de los límites de nuestra brutalmente amplia ley de inmigración. Los despliegues de la Guardia Nacional también se han desarrollado a la vista del público. La campaña terrorista del programa de deportaciones masivas del presidente Trump será objeto de múltiples litigios en los próximos años, tanto en los tribunales de justicia como en los de la opinión pública: ciudadanos estadounidenses detenidos por agentes que aparentemente no se interesaban por su situación migratoria, agentes que apuntan con armas de fuego a transeúntes civiles. Y en la medida en que muchos de esos agentes y sus superiores no solo han aplicado leyes y órdenes ejecutivas, sino que también participan en una especie de cosplay público y conspicuo, los atuendos que han elegido son los del brazo ejecutor de un régimen autoritario. Cuando se pusieron las máscaras, se quitaron la máscara.

Ahora el cosplay se desgrana hacia la violencia de Estado, e incluso para quienes están acostumbrados a señalar con el dedo y a denunciar el autoritarismo, la semana pasada ha sido una escalada precipitada: Trump hablaba del “enemigo interno” como una estrategia de defensa nacional a la espera de aprobación y propone centrar al ejército en las amenazas domésticas, el jefe de gabinete adjunto de la Casa Blanca, Stephen Miller, compara la oposición política con el terrorismo; además, se produjo una redada de estilo militar en un complejo de apartamentos de Chicago; y también vimos cómo agentes de la policía local sufrían los efectos del gas lacrimógeno usado por agentes del ICE.

Las imágenes continuaron durante el fin de semana, y muchas eran espeluznantes. Pero, al menos, pudimos verlas.

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Mario Guevara, un reportero de 48 años y ganador de un Emmy, fue deportado el viernes pasado a El Salvador desde un centro de detención del ICE ubicado en Folkston, Georgia. Estuvo detenido allí más de 100 días. Los documentos presentados por el Estado en relación con su detención parecen centrarse en gran medida en el delito de ejercer el periodismo.

Guevara fue detenido en junio durante una protesta “No Kings” (“No a los reyes”) en las afueras de Atlanta. Mientras filmaba la manifestación para su plataforma de retransmisión en directo MG News (vestía claramente un chaleco de prensa y mantenía la distancia, tanto con los manifestantes como con las fuerzas del orden), entró brevemente en una vía pública. A los pocos días, se retiraron los cargos en su contra. Pero, en lugar de ser puesto en libertad, fue transferido a la custodia del ICE. Y aunque un juez de inmigración le concedió la libertad bajo fianza, al considerar que no era peligroso ni suponía un riesgo de fuga, el gobierno recurrió, con el argumento de que su grabación de la actividad de las fuerzas del orden constituía un peligro en sí misma. Así pues, Guevara —cuyo trabajo consiste principalmente en documentar las acciones de las fuerzas de inmigración, que a menudo transmite en directo a cientos de miles de seguidores— permaneció detenido por el ICE. Mientras tanto, se reabrió su caso de inmigración y, finalmente, se inició el procedimiento de deportación.

Cuando el activista de Columbia y titular de una tarjeta verde Mahmoud Khalil fue detenido en marzo, el secretario de Estado Marco Rubio argumentó que la participación de Khalil en las protestas contra la guerra de Israel en Gaza constituía una amenaza para la política exterior estadounidense y podía ser deportado. Pareciera que el gobierno usó un argumento similar sobre Rumeysa Ozturk, al aparentemente confirmar que había sido detenida por activismo, concretamente por ser autora de un artículo de opinión en el que criticaba a su universidad por su respuesta a la guerra en Gaza, y que debía ser deportada por ese delito de expresión.

Ambos casos relacionados con la Primera Enmienda siguen en una especie de limbo judicial, aunque Khalil y Ozturk están —al menos por ahora— en libertad. Sin embargo, eso no sucedió con Guevara, quien fue expulsado del país en el que formó una familia y construyó una organización periodística durante años, y fue deportado a El Salvador, de donde tuvo que salir en 2004 por temor a ser perseguido por sus reportajes. “Es un verdadero ataque frontal contra el periodismo y la libertad de prensa”, dijo José Zamora, del Comité para la Protección de los Periodistas. “Creo que también demuestra cómo todas estas instituciones democráticas que toman cientos de años en construirse pueden desmantelarse en un año”.

En el caso de Guevara, el aspecto migratorio es complicado. Técnicamente, las autoridades gozan de amplia discrecionalidad para decidir sobre los casos de deportación. En cambio, la detención que permitió reiniciar esos procedimientos de deportación no es complicada. “Aquí no hay ningún delito real. Solo es un pretexto”, dijo Adam Rose, presidente de derechos de prensa del Club de Prensa de Los Ángeles y subdirector de defensa de la Fundación para la Libertad de Prensa. “Fue totalmente en represalia por su labor informativa”, dijo Scarlet Kim, de La Unión Estadounidense de Libertades Civiles y quien fue una de las abogadas de Guevara en su reciente proceso. “El gobierno lo ha dejado claro de forma explícita”.

En los últimos seis meses, los funcionarios federales han declarado una y otra vez que documentar las actividades de aplicación de las leyes de inmigración por parte de los agentes del ICE es, por definición, una forma de doxeo, el cual no solo describen como una forma de acoso o incluso de incitación efectiva a la violencia, sino también como el equivalente de la violencia. Prometieron que esa actividad se perseguiría con todo el peso de la ley. El mes pasado, los fiscales federales cumplieron la amenaza y presentaron una acusación contra tres activistas por “doxeo” contra agentes del ICE en agosto.

A veces, los estudiosos de la teoría política definen al Estado como la entidad que ejerce el monopolio de la violencia; con Trump, el Estado parece querer reclamar también el monopolio del anonimato. Rose calificó esta lógica como orwelliana. “Es casi como un doble lenguaje decir que filmar es violencia”, dijo. “Es absurdo. Lo que hace la filmación no es violencia. Documenta la violencia. De hecho, prueba lo que ocurrió realmente”.

Por supuesto, también ha habido violencia real contra los periodistas desde que Trump regresó al poder, y no solo discusiones sobre si Jimmy Kimmel debería estar al aire. Durante las protestas contra las redadas del ICE en Los Ángeles el pasado mes de junio, más de 30 incidentes de violencia policial contra miembros de los medios de comunicación fueron documentados por el Club de Prensa de Los Ángeles, que el mes pasado obtuvo una notable orden judicial en un Tribunal Federal de Distrito de California, en la que el juez, Hernán Vera, tuvo que detallar que las fuerzas del orden no podían atacar o agredir a miembros de la prensa solo por documentar una redada o una protesta. Vera describió las agresiones durante las protestas como “salvajadas”.

Y en las últimas semanas, la violencia ha parecido entrar en una nueva fase o quizá simplemente en una más visible. El 28 de septiembre, un agente del ICE disparó un proyectil de pimienta contra el coche de un periodista de televisión que inspeccionaba un centro de detención en busca de señales de protesta, de las que no había ninguna. El 30 de septiembre, en el 26 de Federal Plaza de Manhattan, agentes del ICE empujaron a unos periodistas al suelo, y enviaron a uno de ellos al hospital, solo una semana después de que un episodio similar en el mismo centro provocara la suspensión de un agente, y solo brevemente.

Y el jueves pasado, en Portland, Oregón, el periodista conservador Nick Sortor fue detenido mientras documentaba una protesta contra el ICE, lo que produjo una inmediata oleada de indignación de la derecha y, según parece, la promesa de la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, de que su departamento enviaría recursos a la ciudad. En otro lugar de la ciudad, agentes del ICE rociaron con aerosol de pimienta a una mujer que parecía estar grabándoles con su teléfono. En Chicago, se acusó a agentes del ICE de hacer llamadas falsas a la policía y decir que había gente manipulando la verja de un centro de detención. (Un concejal del ayuntamiento de Chicago fue detenido tras preguntar si los agentes tenían una orden de detención contra alguien a quien habían detenido. “Si detener a un funcionario electo por hacer preguntas pacíficamente no es una demostración de autoritarismo, ¿qué lo es?”, preguntó el gobernador de Illinois, JB Pritzker. “Parece que piensan que pueden disparar a discreción botes de gas lacrimógeno contra la gente y dispararles proyectiles de espuma que pueden mutilar permanentemente a las personas”, dijo Rose. “Lo han hecho una y otra vez”.

Hasta cierto punto, esa pauta sigue una tendencia mundial. Durante muchos años, la ONU ha advertido sobre el aumento de la violencia y la hostilidad hacia la prensa, y los asesinatos de periodistas han aumentado un 38 por ciento en 2022 y 2023 con respecto a los dos años anteriores. Más de 200 periodistas han sido asesinados en Gaza desde el comienzo del conflicto —una cifra muy superior a la de guerras anteriores—, lo que lo convierte, según dijo el Comité para la Protección de los Periodistas, en “el esfuerzo más mortífero y deliberado para matar y silenciar a periodistas” que la organización haya documentado nunca. Lo que lo hace aún más sorprendente es que Israel ha impedido en gran medida la entrada de reporteros extranjeros en Gaza desde que comenzó el conflicto.

También refleja la creciente porosidad del término “periodista” e inlcuso de lo que entendemos por él en 2025, cuando casi cualquiera con un teléfono en la mano puede afirmar que hace periodismo, incluidos muchos de los que superficialmente no se distinguen de los manifestantes (quienes, me duele tener que decirlo, también deberían disfrutar de sólidas protecciones de la Primera Enmienda en Estados Unidos). Esa porosidad también significa que se pueden hacer distinciones de categoría bastante arbitrarias, no solo entre observadores y activistas, sino también entre los grupos que a la derecha digital le gusta distinguir, citando a Carl Schmitt, como amigos y enemigos. “Existe un manual autoritario, y tiene varios pasos”, dijo Zamora. “Y aquí eso ha comenzado a suceder de manera muy rápida”.

En diversos momentos de la última década, los estadounidenses que se sentían nerviosos optaron por contarse historias tranquilizadoras sobre la amenaza del trumpismo: que la histeria liberal era una amenaza mayor para la democracia, que la lección de su primer mandato era que la incompetencia frenaba la ideología, que la popularidad sería un freno y que se confiaría en los tribunales para que, en última instancia, se mantuvieran firmes.

El presupuesto del ICE para el año fiscal 2025 va a triplicarse aproximadamente con respecto al año anterior, al igual que su número de agentes de deportación, y Stephen Miller, el principal asesor de Trump en política interior, no parece inclinado a ceder ante las encuestas de opinión pública cuando se trata de deportaciones y aplicación de la ley en las fronteras. Los demócratas también han recorrido un largo camino desde la campaña “Abolir ICE”, y en los últimos años muchos han dado un giro radical en materia de inmigración.

En ciertos momentos y desde ciertos puntos de vista, los procedimientos pueden parecer incompetentes, ya que todo el ímpetu de las políticas agresivas de Trump ha producido mucho menos que el millón de deportaciones que él deseaba y una operación de alto perfil de un mes de duración en Chicago solo ha dado lugar a poco más de 1000 detenciones. En las redes sociales, incluso puede parecer una farsa: alguien lanzando un sándwich de Subway a los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza en Washington D. C., otra persona insultando al presidente y luego escapando en su bicicleta mientras los agentes de la Patrulla Fronteriza lo perseguían a pie en el centro de Chicago, una multitud rodeando y avergonzando a dos agentes mientras forcejeaban con un hombre en el South Side, lo que finalmente les obligó a huir.

Pero estos no son los videos que se supone que debemos ver. Para eso, tenemos un bonito video promocional de gran calidad, lleno de música grandilocuente, que documenta una redada en un apartamento y que Noem publicó en las redes sociales durante el fin de semana. “Chicago, estamos aquí para ti”, escribió.

The New York Times

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