El precio de una candidatura
Marino Beriguete
Una candidatura cuesta. No en esfuerzo, ideas o méritos, sino en dinero. Y no cualquier dinero: el que se entrega en sobres, se cuenta en estacionamientos y se lava en promesas. En muchos rincones, lo vi en Centroamérica, las candidaturas no se ganan, se compran. Son trajes hechos a medida para quien pueda pagarlos, aunque lo vista el diablo.
El proceso es simple y sucio. Alguien pone la cara, otro pone la plata. El primero hace campaña, sonríe en los mítines, promete cambios. El segundo espera sentado. Ya llegará su turno. Porque el que paga, manda. Y el que manda sin ser elegido, gobierna con la impunidad de quien nunca firmó un decreto, pero escribió todos.
No hace falta que un cartel se meta a balazos en el Congreso. Le basta con un aliado bien peinado, con título universitario y discurso entrenado. Financia su carrera y luego le cobra en obras, en contratos, en silencio. En lealtad. Se acabó el golpe de Estado: ahora el poder se toma por transferencia bancaria.
Y nadie parece espantarse. La gente lo sospecha, pero lo digiere como quien traga humo. Los periodistas lo denuncian entre pausas comerciales. Los jueces lo investigan, sí, pero como quien busca algo que no quiere encontrar. Al final, la política queda como un decorado donde todos saben que algo huele a podrido, pero nadie abre la ventana.
El drama no es solo que el crimen se haya metido en la política, sino que la política se haya acostumbrado a él. Que lo trate de socio. Que le ceda espacios. Que le diga: “Tú pon el dinero, yo pongo el traje”. Así no se construye una democracia, se alquila una fachada. Y luego se cobra entrada.
Porque, además, esto ya no se limita a un partido o una región. Es contagioso. Se exporta. Un modelo de negocios más rentable que cualquier empresa estatal. Las candidaturas son franquicias del poder, y como en toda franquicia, hay un manual, una cuota y una marca que no se mancha… solo se vende.
La pregunta, entonces, no es quién será el próximo presidente, sino quién lo financia. Y la respuesta da miedo. Porque si detrás de cada candidatura hay un favor pendiente, un contrato firmado en la sombra o una bala esperando turno, entonces no elegimos gobernantes. Elegimos intermediarios del poder real.
Y así no se vota. Se abdica.
Demuéstrame que estoy equivocado…
El Caribe