El sujeto poético de hoy
Por Marino Beriguete

Escuché decir al poeta mexicano Alí Calderón, en la feria del libro de Coyoacán, que Ezra Pound aconsejaba escribir poesía como se conversa: sin adornos, sin impostaciones, con la naturalidad con que se le habla a un hermano. Lo dijo como se lanza una piedra a un estanque: esperando que las ondas crucen hasta la otra orilla. No era una revelación, pero sí un recordatorio urgente. La poesía, que durante siglos se soñó sagrada, necesita —cada tanto— que alguien le diga que también puede ser calle, cuerpo, sudor, disparos. Que no siempre tiene que ser símbolo. Que también puede ser herida.
En la primera mitad del siglo XX, Pedro Henríquez Ureña trajo a México esa misma idea, con una voz distinta: menos provocadora, más serena, pero no menos radical. Les dijo a los jóvenes: escriban como se habla. No era una invitación a traicionar el arte, ni a renunciar a la inteligencia, sino a buscar una forma de verdad. Hay palabras que solo brillan cuando se las despoja del oro de la solemnidad. Hay frases que, sin vestiduras retóricas, se vuelven más humanas, más necesarias.
Los Contemporáneos —ese grupo que algunos aún imaginan como aristócratas del idioma— en realidad tenían sed de modernidad. Villaurrutia, Novo, Gorostiza: no buscaban el prestigio del ornamento, sino el aire fresco de la calle. Sabían que el español necesitaba respirar fuera de los tratados. De Pound aprendieron la precisión. De Pedro, la confianza en el habla. Y descubrieron que en la claridad también hay música, que una frase limpia puede ser más honda que una orquesta barroca.
Desde entonces, la poesía moderna oscila entre dos orillas: el templo y la calle. Algunos la quieren profética, como antorcha; otros cotidiana, como una charla a la salida del metro. Pero quizás no haya contradicción. La poesía puede estar en ambos lugares. Una antorcha también puede alumbrar una cocina, y en una taquería de Coyoacán puede escucharse una frase que valga más que cien versos. Porque lo poético no siempre nace del artificio: a veces se encuentra entre la grasa de los tacos y una carcajada al fondo.
Hoy, más que nunca, la poesía necesita parecerse a la vida. No porque la vida haya vencido al arte, sino porque el artificio perdió su misterio. Las grandes palabras ya no conmueven; la solemnidad suena hueca. Si el poeta quiere decir algo, tendrá que hablarles a los otros como quien espera en una fila, como quien conversa en una feria de libros al caer la tarde. No para ser simple, sino para ser humano. Y eso no es una pérdida: es una forma de fidelidad.
El sujeto poético no es un dios. No necesita pontificar desde el mármol. Puede ser un muchacho que duda, una mujer cansada, un abuelo que recuerda. Puede tener hambre. Puede amar sin metáforas. Puede mirar el mundo sin necesidad de explicarlo todo.
Hay una verdad honda en admitir que la poesía también puede ser conversación. Que el poema no necesita escalar montañas ni fingir martirio. A veces basta con decir: “Hoy vi a una niña que reía como si nada doliera”. Esa frase, dicha sin temblores, puede ser más poderosa que un coro de ángeles. Porque no intenta deslumbrar: intenta tocar.
No es un descenso. Es un regreso. No se trata de rebajar la poesía, sino de devolverle el alma. Y el alma no está hecha de discursos: está hecha de pausas, de frases imperfectas, de verdades tímidas. La naturalidad que celebraban Pound y Henríquez Ureña no era pereza: era valor. El valor de escribir como si estuviéramos vivos. Como quien deja testimonio.
A veces, entre tanto virtuosismo, se nos olvida que la poesía nació en la boca de los hombres. En el canto del que vela a sus muertos, en la voz del que cosecha bajo el sol, en el susurro de quien ama sin palabras. No nació en las academias. Nació en el polvo, en el deseo, en el dolor. Por eso, cada vez que se aleja de eso, se traiciona a sí misma.
Los jóvenes poetas deberían tatuarse una frase en la conciencia: no escriban para los poetas. Escriban para quienes no leen poesía. Para los que no saben que ya son poetas cuando callan, cuando sueñan, cuando recuerdan. No se trata de vulgarizar, ni de empobrecer el lenguaje, sino de cuidar algo más profundo: la conexión. Ese hilo invisible entre quien escribe y quien escucha.
Porque si el poema no logra detener a alguien en medio de su día, entonces no es un poema: es adorno. Y de adornos ya está llena la vida.
Claro, seguirán existiendo quienes escriban como si construyeran palacios. Y está bien. Toda arquitectura tiene su belleza. Pero no olvidemos que hoy hay Uber, Netflix, y que con tres palabras Bad Bunny a veces dice más que una tesis. La poesía no tiene por qué encerrarse en vitrinas. Puede cantar desde la risa, desde el cuerpo, desde lo popular, y seguir siendo digna.
La poesía del futuro —si la hay— será aquella que no le tema al presente. Que hable de la rabia, del deseo, del miedo y de la ternura sin pedir permiso. Que ría. Que diga lo que duele sin solemnidad. Que no se disfrace.
Los viejos poetas lo sabían. Por eso Pound gritaba que había que escuchar el idioma. No el idioma de los libros, sino el de los niños, el de los mercados, el de la calle. Porque ahí está la fuerza que no se enseña, pero que salva.
Quizá eso sea hoy el sujeto poético: no quien dicta, sino quien escucha. Quien anota lo que el mundo dice cuando no lo estamos mirando. Quien escribe como se habla, no por moda, sino por lealtad. Porque sabe que la poesía no está en las palabras bellas, sino en las palabras necesarias.
Porque sabe —como lo supo Pedro, como lo gritó Pound— que la única retórica que importa es la que se parece a los seres humanos de hoy.
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