Conflicto de interés y el precio de la confianza pública; «Cuando la empresa entra al Estado»
Yulibelys Wandelpool
En toda democracia sana, la línea que separa el interés público del privado debe ser clara. Sin embargo, en República Dominicana se ha vuelto cada vez más frecuente que empresarios asuman cargos públicos en sectores donde sus propias compañías operan. Aunque esta práctica podría aprovechar la experiencia privada en beneficio del Estado, también plantea un desafío institucional: garantizar que el poder público no termine convertido en una extensión de intereses particulares.
La suspensión preventiva de 38 Registros de Proveedor del Estado por parte de la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP) en agosto de 2025 demuestra que el tema ha dejado de ser una preocupación abstracta. A esto se suma el reciente caso del director saliente del SENASA, quien, siendo responsable de la principal ARS pública del país, figuraba al mismo tiempo como socio de una ARS privada. Esto generó una legítima duda pública: ¿podían las decisiones adoptadas en la ARS estatal estar completamente desvinculadas de intereses privados presentes en el mismo mercado?
El conflicto de interés: antesala del problema
Un conflicto de interés no es sinónimo de corrupción, pero es el terreno fértil donde esta puede germinar. Ocurre cuando un funcionario tiene la capacidad de influir en decisiones que afectan sus negocios o los de personas vinculadas a él. El daño no se limita a una ventaja indebida; afecta la legitimidad institucional. La confianza pública es el activo más valioso de una democracia. Cuando la ciudadanía percibe que algunas personas pueden servir desde el Estado a sus propios intereses, se erosiona la legitimidad del sistema y se fortalece el desencanto colectivo.
Las normas existen, lo que falta es voluntad de cumplimiento
El marco jurídico dominicano no es débil; su problema es la aplicación. La Constitución, en su artículo 146, prohíbe que un funcionario utilice su cargo para obtener ventajas personales. La Ley 41-08 de Función Pública ordena la imparcialidad y la abstención cuando exista interés personal. La Ley 107-13 garantiza el principio de objetividad administrativa. La Ley 340-06 de Contrataciones Públicas, también da pinceladas sobre el tema.
No obstante, estas disposiciones pierden eficacia cuando las declaraciones juradas se presentan tardíamente, las recusaciones no se aplican de forma oportuna y las sanciones son débiles o inexistentes. Una ley sin consecuencias es solo un documento simbólico.
Riesgos concretos
Autobeneficio: Un funcionario con poder decisorio podría favorecer empresas vinculadas.
Información privilegiada: Conocer anticipadamente licitaciones o regulaciones permite manipular el mercado.
Contrataciones dirigidas: Diseñar pliegos “a la medida” limita la participación de mejores oferentes.
Daño reputacional: La percepción de favoritismo mina la confianza en las instituciones.
Captura institucional: El Estado deja de actuar como árbitro neutral y pasa a jugar en favor de intereses particulares.
Lecciones internacionales: gestionar el conflicto de interés antes del daño
La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), recomienda que los altos funcionarios declaren sus intereses antes de asumir el cargo y se abstengan automáticamente cuando exista riesgo de conflicto. En España, las recusaciones quedan registradas y son auditables por cualquier ciudadano. En Colombia, los congresistas están obligados a declarar sus posibles conflictos en cada decisión, aunque el desafío aún está en garantizar su cumplimiento efectivo.
Son ejemplos que demuestran que la transparencia no debe ser reactiva tras el escándalo, sino preventiva.
Nombrar empresarios en el Estado no es un error en sí mismo. Por el contrario, puede representar una oportunidad para introducir prácticas modernas de gestión y aprovechar experiencia técnica valiosa. El verdadero problema surge cuando esa designación no está acompañada de límites éticos claros. Sin un marco de prevención y control, la frontera entre servir al país y servirse del país se vuelve peligrosa y difusa.
El caso SENASA es solo una señal de alerta de algo que, fácilmente, pudiera estar replicándose, o gestándose, en instituciones como el Ministerio de la Vivienda, Agricultura o cualquier entidad con gran incidencia presupuestaria. Si no se adoptan medidas firmes, cada nueva designación se convertirá en una apuesta incierta entre el interés público y la conveniencia privada. No se trata de descalificar perfiles profesionales, sino de garantizar reglas del juego que aseguren que el poder se use para gobernar, no para hacer negocios con el Estado.
Este no debe ser un episodio anecdótico, sino un punto de inflexión institucional. Es indispensable que el Congreso legisle con mayor precisión sobre los conflictos de interés, que la DGCP y los órganos de control externo actúen con carácter preventivo y no reactivo, y que la sociedad civil mantenga una vigilancia activa y sostenida. Solo así podremos blindar la confianza ciudadana antes de que la duda se convierta en regla y el escepticismo en cultura política.
La transparencia no puede depender solo de la institucionalidad; también requiere una ciudadanía atenta que no normalice la opacidad.
La confianza pública es el activo más valioso de una nación. Si la sacrificamos en nombre de la “experiencia empresarial”, hipotecamos el futuro de nuestras instituciones. El Estado debe ser árbitro imparcial, no socio silencioso de intereses privados. En un país donde la confianza en las instituciones se erosiona con facilidad, protegerla no es una opción: es una obligación moral, jurídica y democrática.
Por Yulibelys Wandelpool
Abogada especialista en Derecho Administrativo y Compras Públicas.
Directora legal de Lextratega Servicios de Consultoría.

