Se acabó la mafia del poder, alguien dejó de protegerlos
Por Doctor Ramón Ceballo
En la República Dominicana la corrupción no nació ayer ni es patrimonio exclusivo de un partido o de un liderazgo político. Es un fenómeno estructural alimentado por décadas de impunidad, redes clientelares, privilegios corporativos y una cultura donde la lealtad partidaria ha pesado más que la ética pública.
Lo que sí ha cambiado, y ahí radica el verdadero punto de quiebre histórico, es el nivel de complicidad del poder con ese entramado y la decisión, o la falta de ella, de enfrentarlo.
Durante los gobiernos de Leonel Fernández y Danilo Medina, el país vivió la época dorada de los grandes escándalos, los expedientes engavetados y los pactos silenciosos que blindaron a funcionarios, empresarios y operadores políticos. Fueron años en los que la corrupción no solo creció, sino que se institucionalizó.
Los casos emblemáticos, Odebrecht, los sobrecostos, los indultos cuestionados, las redes de contratistas privilegiados, la captura del presupuesto público y los esquemas mafiosos dirigidos desde el propio Estado, evidencian que la ética fue sacrificada en nombre de la estabilidad partidaria.
La Procuraduría estaba entonces bajo control político directo; no había voluntad real de investigar porque los investigados se sentaban en la misma mesa del Consejo de Ministros.
En el período de Danilo Medina, el caso Odebrecht golpeó el corazón del poder, y la Operación Antipulpo reveló el nivel de impunidad con que operaban familiares presidenciales, ministros y contratistas privilegiados.
El Ministerio Público miraba hacia otro lado. Cuando el arbusto ardía, la respuesta oficial era siempre la misma: “todo es persecución política”. Era el país del manto púrpura, nadie tocaba a nadie.
Pero el país cambió en 2020. Por primera vez en décadas, el Ministerio Público fue liberado del tutelaje presidencial.
El gobierno de Luis Abinader, con todos sus errores y con escándalos en su propia administración, es, en términos comparativos, el único de los tres que ha permitido que los órganos de justicia actúen sin frenar expedientes, sin llamar fiscales y sin negociar archivos.
Lo que antes era impensable comenzó a suceder: funcionarios activos, directores de instituciones, contratistas cercanos al gobierno y figuras con poder económico han sido investigados, procesados o enviados a prisión preventiva.
Ningún presidente antes había permitido que un Ministerio Público independiente apresara a sus propios funcionarios. Ninguno. Ese solo hecho marca una ruptura histórica.
Esto no significa que el sistema esté “limpio” ni que el gobierno actual esté exento de fallas. Ha habido escándalos en instituciones claves, deficiencias en la supervisión administrativa y un compromiso serio con el discurso anticorrupción.
Pero reducir el panorama a “todos son iguales” es una forma sofisticada de proteger a quienes se lucraron durante veinte años sin enfrentar consecuencias.
La pregunta no es si hay corrupción, porque la hay, sino cómo reacciona cada gobierno cuando esta se destapa:
Con Leonel Fernández, prevaleció el silencio cómplice, el blindaje jurídico y la protección política.
Con Danilo Medina, las redes corruptas se volvieron más atrevidas mientras el Ministerio Público seguía funcionando como un instrumento del poder.
Con Luis Abinader, pese a los escándalos internos, ha sido el único período en que el sistema judicial ha procesado figuras del poder sin el bloqueo del Ejecutivo.
El país no necesita moralistas de ocasión ni paladines súbitos que hoy critican ferozmente contra la corrupción pero ayer callaban porque su partido estaba en el poder. La lucha contra la corrupción no es un arma retórica: es una política de Estado que exige coherencia, valentía institucional y un Ministerio Público que no reciba órdenes por teléfono.
En conclusión, los tres gobiernos han convivido con la corrupción, pero solo uno ha mostrado un compromiso verificable con enfrentarla, aun cuando el costo político sea alto.
Ese es el estándar mínimo que la sociedad dominicana debe exigir de ahora en adelante: Gobierne quien gobierne, nadie esté por encima de la ley.

