Cambio climático: breve historia de una tragedia largamente anunciada
Hace 124 años que sabemos que la actividad humana provoca el cambio climático. Desde 1994 se realiza la cumbre de medio ambiente de la ONU. Por qué hasta ahora no se logró ningún acuerdo sustancial para recortar las emisiones de gases y evitar el aumento de la temperatura global
Gustavo Sierra
Son 300 años de una historia que nos trajo hasta este momento crucial. La contaminación del medio ambiente a grandes escalas y como consecuencia de la actividad humana comenzó en 1712 cuando el zar del hierro, Thomas Newcomen, inventó la primera máquina de vapor. Un descubrimiento que aceleró la Revolución Industrial y el uso del carbón a escala global. Y las primeras evidencias científicas del cambio climático comenzaron a aparecer a principios del siglo XIX. Se probó la existencia de edades de hielo y otros cambios naturales en el paleoclima y se identificó por primera vez el efecto invernadero natural. En 1896, el científico sueco Svante Arrhenius descubrió “bucles de retroalimentación” que podían acelerar el cambio climático. Un año después el geólogo estadounidense Thomas Chamberlin examinó los ciclos del carbono para comprender su conexión con otros fenómenos.
Hace 124 años que sabemos que la actividad humana provoca el cambio climático. A pesar de eso no se tomó ninguna medida realmente efectiva para mitigar el impacto. Todo lo contrario, continuó la explotación indiscriminada de los recursos naturales y las potencias se desarrollaron contaminando. Recién en 1988 se formó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) para recopilar y evaluar las pruebas sobre lo que estaba sucediendo. Un año más tarde fue la entonces premier del Reino Unido, Margaret Thatcher, una licenciada en química, la primera líder global que advirtió del peligro ante las Naciones Unidas. En su discurso dijo: “Estamos asistiendo a un enorme aumento de la cantidad de dióxido de carbono que llega a la atmósfera… El resultado es que el cambio en el futuro probablemente sea fundamental y generalizado como nunca antes lo habíamos conocido”. Y pidió un tratado mundial sobre el cambio climático. Para entonces, las emisiones de carbono procedentes de la quema de combustibles fósiles y de la industria alcanzaban los seis mil millones de toneladas anuales.
La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) se estableció en mayo de 1992, durante la Segunda Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro. Entró en vigor en marzo de 1994 con la premisa de fortalecer la conciencia pública a escala global sobre los problemas relacionados con el Cambio Climático.
En esa misma reunión se creó la Conferencia de las Partes (COP) como órgano supremo de la Convención y asociación de todos los países que forman parte. La COP1, se realizó en Berlín. Se determinó que en las reuniones anuales participen expertos en medio ambiente, ministros, jefes de Estado, organizaciones no gubernamentales y representantes de la sociedad civil y el sector privado. De allí surgió el Mandato de Berlín, una especie de catálogo de compromisos bastante indefinido, que permitía a los países elegir las iniciativas adaptadas a sus necesidades particulares.
También ahí en Berlín se planteó la confrontación de fondo que persiste hasta hoy, 26 años y 26 COPs más tarde. Los países en desarrollo, encabezados por China, plantean a las potencias más ricas: si ustedes se desarrollaron contaminando, ¿por qué quieren que ahora la factura la paguemos todos? Y pretenden mantener sus niveles de explotación de los recursos naturales mientras Europa y Estados Unidos recortan sus emisiones de carbono.
Un cuarto de siglo en el que se mantiene la misma puja y que, más allá de algunos detalles técnicos, es la que vamos a vivir una vez más como telón de fondo de la cumbre de Glasgow. Los intereses económicos han sido siempre más poderosos que las iniciativas de algunos líderes que intentaron cambiar el rumbo histórico. China encabeza desde siempre la resistencia y es seguido por varias naciones asiáticas y las del denominado “eje bolivariano” de América Latina.
A pesar de las resistencias se lograron avances. En 1997 se firmó el Protocolo de Kioto. Los países desarrollados se comprometieron a reducir las emisiones en una media del 5% para el periodo 2008-12, con grandes variaciones en los objetivos de cada uno de ellos.
El Senado estadounidense declaró inmediatamente que no ratificaría el tratado. Como consecuencia, China, Brasil, India y otros países en desarrollo redujeron sus compromisos sustancialmente. Unos meses más tarde, la corriente de El Niño, en el Pacífico, impulsaba el calentamiento global para producir el año más cálido registrado en la Historia. La temperatura media mundial alcanzó 0,52C por encima de la media del periodo 1961-90.
Con el nuevo siglo y el agua al cuello, literalmente, se aceleraron las negociaciones. En esos años cubrí tres COPs, la preparatoria de Bonn (2007), en Alemania, la de Cancún, en México (2010) y la de Copenhague, en Dinamarca (2009). En las semanas previas a todas ellas se publicaron nuevos trabajos científicos mostrando la tragedia inminente y el compromiso de los líderes de que “esta vez” habría acuerdos sustanciales.
Lo que ocurrió en Dinamarca fue muy particular. Como ya lo decía Shakespeare a través de Hamlet, “olía a podrido” desde el comienzo a pesar de que las expectativas eran las más altas de la historia de los acuerdos globales. Estaba todo acordado previamente para reducir las emisiones de carbono (CO2) a menos del 50% en 2050 respecto a 1990. Pero la euforia duró poco. Tres semanas antes del inicio de la COP15, se celebró una reunión en Tailandia en la que China y Estados Unidos decidieron que los acuerdos de Copenhague no serían vinculantes. De este modo, la suerte de la Cumbre estaba echada antes de empezar.
Fue una mala noticia y las pocas esperanzas de salvarla quedaron enterradas la última noche, cuando los presidentes de China, Estados Unidos, India, Brasil y Sudáfrica, sin la presencia de los representantes europeos, ni del resto de países, mantuvieron una reunión a puerta cerrada y redactaron un vago acuerdo no vinculante de apenas tres páginas que ni siquiera se sometió a votación. Lula da Silva se fue por la puerta de atrás y sin decir una palabra. Lo mismo hizo Obama que reapareció en el aeropuerto para anunciar el “acuerdo” sin dar explicaciones. Periodistas y delegados quedamos esperando lo que nunca llegó. Herman Van Rumpuy, el entonces presidente del Consejo Europeo, en un cable confidencial de la diplomacia estadounidense, filtrado por WikiLeaks, tuvo expresiones muy duras ante varios de los líderes que habían quedado al margen: “Copenhague fue un desastre increíble (…) las cumbres multilaterales no funcionarán”, calificó la reunión como “Una pesadilla en Elm Street II” y soltó la frase lapidaria: “¿Quién quiere volver a ver esa película de terror?”.
Costó mucho recuperarse de tamaño fracaso. Fueron seis años. Hasta el 2015 en París, en la COP21. Allí se firmó el Acuerdo de París que limita el aumento de la temperatura global a 2 °C mediante la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, causadas por combustibles fósiles. Y se llegó a un consenso de que el objetivo final debía ser el de reducir el aumento de la temperatura a sólo 1,5 grados centígrados para evitar más catástrofes climáticas como las que se vienen produciendo en los últimos años. Hasta China aceptó los términos. Pero Estados Unidos, ya con Donald Trump en la Casa Blanca, no lo ratificó. Recién lo hizo hace unas semanas Joe Biden.
Llegamos a esta COP 26 en Escocia con dos objetivos concretos por parte de los expertos de Naciones Unidas: mantener el compromiso de reducir las emisiones contaminantes para que el aumento global de la temperatura promedio no supere el umbral de 1,5 grados; y que los países más ricos cumplan con el compromiso de entregar 100.000 millones de dólares al año para ayudar a los más pobres a cumplir con las metas de reducción.
El bonus track sería un acuerdo global para dejar de fabricar vehículos a tracción de combustibles fósiles a partir de 2040. Tal vez eso ocurra de todos modos por los avances científicos y tecnológicos que se están registrando, aunque es muy improbable que vaya a firmarlo un presidente como Biden con la presión que puede ejercer la industria automovilística de Detroit o el primer ministro japonés con la Toyota respirándole en la nuca.
Lo más ríspido va a ser el cumplimiento de los aportes al fondo de compensación. En 2009, los países ricos acordaron aportar 100.000 millones de dólares por año para la financiación de la protección climática hasta 2020. Pero en 2019 fallaron en cumplir ese objetivo y se “quedaron cortos” por unos 20.000 millones, de acuerdo a las estimaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). No es una suma suficiente para cubrir los costos de los efectos del cambio climático ni la transición hacia las energías renovables, pero es una ayuda importante que genera confianza para que los más necesitados contribuyan en los recortes de emisiones. Sin ese dinero, se romperá la escasa confianza existente.
En tanto, hay otros temas de arrastre. Por ejemplo, aún faltan los planes de recortes de los países que más emiten, como China, India y Arabia Saudita. Habrá que ver qué posición tomará finalmente el Brasil de Bolsonaro con respecto a la permanente deforestación de la Amazonía. Y si Europa va a seguir siendo la locomotora de todo el proceso después de la recesión provocada por la pandemia. Ah, sí, la pandemia. Veníamos transitando la década más calurosa de la historia con incendios e inundaciones extraordinarios y el parate económico y social provocado por el Covid pareciera no haber producido ningún cambio sustancial.
La menor actividad de la economía global durante la pandemia no logró detener el proceso y los cálculos científicos dicen que ya estamos en camino a un aumento de la temperatura de 2,7 grados para antes de fin de siglo. Esto ratifica que para cambiar realmente el curso del cambio climático se necesitarán esfuerzos extraordinarios de todos. Y aquí también aparece una de esas esperanzas previas a todas las cumbres. Los líderes llegarán a Glasgow presionados por las imágenes dantescas de las catástrofes ambientales, los incendios de California, las inundaciones de Europa. Habrá que ver si esos fuegos y esas aguas son suficientes para obligarlos a tomar las audaces acciones que se necesitan para mitigar esta tragedia largamente anunciada.