La falsedad de un requisito

Carmen Imbert Brugal

La falsedad de un requisito. La emblemática Constitución del 1963 fue proclamada cuando apenas era un balbuceo la democracia dominicana. La resistencia a la vigencia de sus mandatos provocó la guerra.

El armisticio produjo elecciones, inicio del gobierno de Joaquín Balaguer que perduraría 12 años y la Constitución del 1966. 28 años después, el Pacto por la Democracia obligó su reforma.

El interés reformador siempre estuvo centrado en eliminar los obstáculos que impedían la continuación en el mando.
La amenaza de acotejo desapareció con la Constitución del 26 de enero de 2010. El texto es producto de un enorme trabajo y del empeño de una comisión de juristas que asignó contundencia a los principios establecidos, para garantizar su permanencia.

El traspiés del 2015 obedeció a la coyuntura, tratos y desavenencias, pero no alteró la esencia de la ley de leyes.
Antes de su mayoría de edad la decisión oficial es modificar el texto. Porque cada mandatario quiere su Constitución el presidente no desmayará hasta conseguir la suya.

Los áulicos aplauden la magnanimidad del jefe de Estado porque auspicia una reforma para disminuir su poder no para acrecentarlo. Válido o inválido el argumento, preocupa la tendencia a crear un mundo de gentiles.

Inacabada la propuesta gubernamental, en procura de la independencia del Ministerio Público asoman los requisitos para designación de jueces en altas cortes.

El nuevo orden exige que: durante los 5 años previos a su designación, estos no hayan estado inscritos en un partido político ni hayan realizado actividades de proselitismo político de manera notoria, reconocida, constante. Más que la modificación de 40 artículos de la Constitución importa el afán de asepsia que limita derechos.

Si la intención es jugar con la fantasía vale la propuesta. Empero, aceptar el requisito es una engañifa, un artificio peligroso que cuenta con el respaldo de la vocería cívica y puede convertirse en realidad con su consentimiento.
La pretensión es conseguir la purificación expulsando el partidismo, pero abriendo las compuertas a cualquier cosa.
La única mácula es la política, ergo, se pueden poblar las altas cortes con abogados de grupos corporativos, representantes del sector turístico, financiero, de empresas multinacionales, etc.

Vale preguntar si en la contemporaneidad, la inscripción en un partido político es indicio, señal inequívoca, condición para demostrar fidelidad a una causa, o apuntalar la simpatía o antipatía por un candidato. Un tuit vale más que la asistencia a una reunión de partido. Basta examinar la composición de los órganos autónomos actuales para calibrar la importancia de los apartidistas.

Fue suficiente demostrar “neutralidad” repitiendo consignas y agravios. Demonizar la cercanía a un partido de los aspirantes al desempeño de funciones públicas, sirve para avalar la perniciosa privatización de la actividad pública, para la conformación de un estado light, excluyente, implacable. Leviatán empeñado en preservar patrimonios y privilegios.

Por si acaso, deben comenzar las dimisiones, como hizo un visionario aspirante a Defensor del Pueblo. Renunció a su partido para merecer el cargo, no lo obtuvo. El presidente compensó el desplante y el renunciante fue designado Embajador. Hoy preside un nuevo movimiento liberador.

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