¿Agotamos nuestra capacidad de asombro?

Por Manuel Jiménez V.

A raíz de la instalación del nuevo gobierno en agosto de 2020, el Ministerio Público dominicano dio inicio a una ofensiva sin precedentes contra presuntos actos de corrupción administrativa. Con el fin de legitimar el alcance de estas acciones, el propio órgano se autodefinió como “independiente”, procurando transmitir que las investigaciones respondían estrictamente a violaciones de la ley y no a motivaciones políticas o intereses particulares.

La reacción inicial de buena parte de la ciudadanía fue de sorpresa. ¿Cómo era posible que, pese al sólido andamiaje jurídico creado en las últimas décadas para prevenir la corrupción —con organismos de control dotados de funciones claras y obligaciones definidas—, emergieran casos tan sistemáticos, graves y llamativos?

Hoy, varios de esos expedientes continúan abiertos en los tribunales. Algunas decisiones preliminares —condenas o absoluciones— están aún sujetas a revisión en las instancias superiores que garantiza el Código Procesal Penal. Incluso en los procesos en los que se ha aplicado la figura del “criterio de oportunidad”, no puede afirmarse que exista una sentencia definitiva que confirme de manera concluyente las acusaciones iniciales.

En ese contexto, muchos entendieron que las acciones del Ministerio Público constituían un mensaje inequívoco para los nuevos funcionarios: la corrupción tendría consecuencias. Se creyó que los procesos servirían de advertencia para quienes asumían cargos públicos a partir de agosto de 2020. Sin embargo, la realidad demuestra que aquel mensaje, aunque formulado, ha sido en gran medida ignorado.

Tres años después, continúan surgiendo escándalos, denuncias de irregularidades y nuevos sometimientos judiciales. El país vive en un estado de constante alerta mediática, sin agotar aún su capacidad de asombro.

Todo esto ocurre bajo un gobierno que ha enarbolado la transparencia y la rendición de cuentas como pilares fundamentales, y cuyo presidente, Luis Abinader, ha reiterado en múltiples ocasiones que no se tolerarán actos de corrupción «vengan de donde vengan».

No se puede negar que el mandatario ha mostrado determinación pública en algunos casos. No obstante, los hechos recientes revelan una realidad incómoda: sectores de la administración estatal, bajo su mandato, parecen haber incurrido en prácticas similares a las que se propusieron combatir. Peor aún, según las investigaciones, algunos de estos actos se remontan a los primeros meses de la gestión gubernamental.

El caso del Seguro Nacional de Salud (SeNaSa), bajo investigación en la denominada “Operación Cobra”, representa quizá el escándalo más impactante revelado hasta ahora. No solo por las cifras envueltas—el Ministerio Público habla de al menos 15 mil millones de pesos malversados—sino por la gravedad ética e institucional que implica: se trata de fondos públicos destinados a la atención de los sectores más vulnerables del país.

De acuerdo con las acusaciones, las irregularidades no solo impactaron los servicios esenciales que justifican la existencia de SeNaSa, sino que formaban parte de una estructura que habría desviado recursos mediante sobornos, desfalcos y violaciones flagrantes a las nprmas de Compras y Contrataciones. Si estos hechos se comprueban, no estaríamos ante una simple falta administrativa, sino frente a una traición profunda a los principios de servicio público.

Lo más inquietante es que, según la procuradora Yeni Berenice Reynoso, la investigación aún no ha concluido. Se anticipa que surgirán más implicados, nuevos hallazgos y posiblemente una redefinición del alcance económico del daño al Estado.

Surge entonces un conjunto de preguntas inevitables: ¿Dónde estaban los organismos de control durante estos años? ¿Por qué no detectaron o detuvieron estas irregularidades? ¿Qué garantías tenemos de que situaciones semejantes no están ocurriendo en otras instituciones?

A esta altura, no sabemos si como sociedad hemos tocado el límite de nuestra capacidad de asombro o si, en cambio, estamos desarrollando una preocupante insensibilidad frente a la corrupción.

 Lo cierto es que, más allá de las responsabilidades individuales, este caso obliga a revisar a fondo el modelo de supervisión estatal y a evaluar con seriedad el verdadero compromiso del país con la integridad en la gestión pública.

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