Apliquemos la ley y dejemos el lloriqueo

Carmen Imbert Brugal

El ejercicio de la función pública, la parafernalia propia del presidencialismo ha sido modificada. El accionar del funcionariado dejó atrás la solemnidad de antaño y comenzó el recorrido del espectáculo, tan apreciado y beneficioso. La pretensión de humanizar al jefe de estado, a sus ministros, es manejada con eficacia. Sin afectar la magnificencia y la percepción de excepcionalidad de aquellos que ascienden a la cúspide de mando, los estrategas se esmeran para que luzcan cercanos. Hombres y mujeres de poder simulan alegría y fingen sufrir con la tragedia de otros. Es difícil la espontaneidad cuando está lejos del temperamento de los protagonistas, sin embargo, el montaje ayuda para conseguir empatía.

Los gendarmes de la naturalidad se empeñan en la creación de la ficción. Ocupan asientos cerca de los jefes en los aviones, en los comedores y la manipulación permite creer que ministros y mandatarios, actúan como ciudadanos comunes, aunque sus recorridos sean precedidos por el sonido de sirenas y el incómodo parón del tránsito. Los estrategas, gracias al sentimentalismo consiguen impactar la medianía.
Francisco Umbral afirma que el estupendo discurso de Felipe González se transformó cuando cambió el objetivo del mismo: Es emoción que quiere transmitir. Pretende fascinar no convencer.

El dolor ajeno ahora está en la agenda y en la valoración del funcionariado. Del mismo modo se insiste en demarcar errores y jefatura. Las actuaciones negativas carecen de autoría. Es la bipolaridad oficial.

Cuando es improcedente recurrir al pasado los responsables se convierten en acusadores y las cabriolas confunden. Por eso el director de la PN suma su voz al clamor colectivo. Desconfiado de la institucionalidad asume la rectoría de algunas investigaciones cuando la calle grita. Olvida procedimientos y espíritu de cuerpo. Asimismo, la vicepresidente de la república se incorpora al populismo punitivo. Emite una proclama como si estuviera ajena al manejo de la cosa pública e interfiere la independencia del Ministerio Público y del Poder Judicial.

Desde aquella visita del ministro de Interior y policía a los familiares de David de Los santos para prometer castigo a los culpables de su muerte, se ha convertido en habitual la impúdica y abusiva intervención oficial en el dolor. La privacidad de los dolientes es interrumpida por el oportunismo mortuorio. El derecho a interferir velatorios se impone como si fuera el derecho de pernada del señor feudal. La oficialidad instrumentaliza el luto. Más que el responso es imperativo fortalecer el estado de derecho, propugnar por la aplicación de la ley, en lugar del lloriqueo y el fingimiento.

“El jefe” enviaba flores al funeral de sus adversarios y víctimas. Las coronas rodeaban los ataúdes y exhibían el mensaje fúnebre. Cuando quería que la intimidación fuera más contundente que el olor de lirios y azucenas mustias, se presentaban en el velorio y los presentes quedaban sin palabras, mirando el cadáver sangrar como señal de la llegada del asesino. Fábula o realidad, leyenda o creencia, ocurría. El sensacionalismo que avala la intromisión en la intimidad luctuosa es reprobable. La emocionalidad como trampa y señuelo, es más repugnante que piadosa.

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