Aspectos del derecho de autor
Hace unos años, a mediados de la década de 1970, Juan Bosch sometió a la justicia a un cineasta amateur que había adaptado uno de sus cuentos sin su autorización expresa. El caso fue objeto de la crítica de ciertos sectores de la política dominicana que, con su actitud, se negaban a reconocerle al renombrado escritor su derecho sobre una de sus obras literarias. A pesar de las críticas, la demanda de Bosch sentó un precedente y todas las adaptaciones que se hicieron de sus cuentos a partir de entonces tenían, tácita o expresamente, su consentimiento.
República Dominicana ratificó, mediante resolución N°40 del 16 de octubre de 1982, la Convención Universal de Derecho de Autor. Para poder actuar en el concierto de naciones era necesario que el país respetara en toda la extensión de la palabra el derecho a la creación humana. Era necesario que se detuviera la piratería de libros, de vídeos, de programas informáticos, de discos, etc. El derecho de autor de finales del siglo XX tiene un alcance tal que, para un país sin tradición industrial como el nuestro, resulta difícil no estar en falta por lo que la ley se torna más tolerante que en otros países. Tolerancia no quiere decir derogación y la demanda del agraviado puede ser favorecida por la ley.
De todas las obras de creación la menos lucrativa y al mismo tiempo la más conocida es la literaria. Las artes, en particular la pintura, la música, el cine, los inventos científicos y un sinnúmero de productos de la imaginación generan tanta ganancia que la ley de derecho de autor se convierte en un instrumento de trabajo de gran utilidad. Con la obra literaria no sucede lo mismo.
Hay un país en el mundo, el hoy célebre poema de Pedro Mir, por ejemplo, es publicado sin que los herederos del poeta tengan la menor idea de quién ha otorgado la debida autorización a esos editores ocasionales. Es casi general la idea de que después de la muerte de un escritor su obra pasa al dominio público a pesar de que como establece expresamente la ley 32-86 en el artículo 41: “Los derechos de autor corresponden al autor durante su vida y a su cónyuge, herederos y causahabientes por cincuenta años contados desde el día de la muerte de aquel. En caso de colaboración debidamente establecida, el término de cincuenta años comienza a correr a partir de la muerte del último coautor”.
Muchas obras de escritores dominicanos fallecidos publicadas en nuestro país se han hecho sin que los causahabientes hayan dado su consentimiento ni perciban honorarios. Los ejemplos abundan. El criterio de que toda publicación de una obra, aunque sea póstuma, es un acto de benevolencia a un autor determinado y, por qué no, a su familia es lo que predomina en esta flagrante violación al derecho de autor, cuando todos sabemos que toda publicación es un acto comercial que, en la óptica del que la hace, debe producir ganancia.
La obra literaria forma parte también de los bienes simbólicos de que hablaba Pierre Bourdieu en “Le marché des biens symboliques”. Un autor puede, según su valor en el mercado literario, hacerse pagar miles, y hasta millones, de dólares por una novela que aún no ha escrito y que luego, al ser publicada, resulta un fracaso editorial o lo contrario. Pero a esa obra virtual se le ha atribuido un valor simbólico, como lo tiene una pintura de Picasso cuyo precio en el mercado de conocedores es de millones de dólares, pero en el de los que no le conocen ni saben de arte, no tiene valor monetario.
“El derecho de autor”, expresa la ley 32-86 en su artículo 3, “es un derecho inmanente que nace con la creación de la obra. Las formalidades que esta ley consagra son para dar publicidad y mayor seguridad jurídica a los titulares de los derechos que se protegen”.
Es frecuente que se publique, en un periódico, revista o impreso en general, cartas de personalidades desaparecidas. En la mayoría de los casos se trata de misivas que favorecen a la personalidad fallecida, pero también se dan a la luz otras que no son del agrado de los deudos que pueden interponer, según la ley 32-86, una acción en justicia contra el destinatario o el medio que la publique, aunque las “cartas y misivas”, reza el artículo 48, “son propiedad de la persona a quien se envían, pero no para el efecto de su publicación. Este derecho pertenece al autor de la correspondencia, salvo en el caso de que una carta deba obrar en un asunto judicial o administrativo y que su publicación sea autorizada por el funcionario competente”.
Y en caso de que el autor de la carta haya muerto, el artículo 49 establece: “Las cartas de personas fallecidas, no podrán publicarse dentro de los cincuenta años siguientes de su fallecimiento sin el permiso expreso del cónyuge supérstite y de los hijos o descendientes de estos, o en su defecto, del padre o de la madre del autor de la correspondencia. Faltando el cónyuge, los hijos, el padre, la madre o los descendientes de los hijos, la publicación de la carta será libre.”
La ley 32-86 de derecho de autor y sus reglamentos, como todas las leyes, trata de ser lo más amplia posible en todos los campos de la creación humana. Busca cubrir todas las áreas que la conciernen dejando, hasta una próxima legislación, libre campo a la interpretación de sus artículos. Sin embargo, ni la ley dominicana ni los acuerdos y convenciones han podido legislar, como se ha hecho en el mundo real, sobre la piratería y constante violación al derecho de autor en el mundo virtual que representa la internet.
Higlith
Muchas obras de escritores dominicanos fallecidos publicadas en nuestro país se han hecho sin que los causahabientes hayan dado su consentimiento ni perciban honorarios. Los ejemplos abundan. El criterio de que toda publicación de una obra, aunque sea póstuma, es un acto de benevolencia a un autor determinado y, por qué no, a su familia es lo que predomina en esta flagrante violación al derecho de autor, cuando todos sabemos que toda publicación es un acto comercial que, en la óptica del que la hace, debe producir ganancia.
Muchas obras de escritores dominicanos fallecidos publicadas en nuestro país se han hecho sin que los causahabientes hayan dado su consentimiento ni perciban honorarios. Los ejemplos abundan. El criterio de que toda publicación de una obra, aunque sea póstuma, es un acto de benevolencia a un autor determinado y, por qué no, a su familia es lo que predomina en esta flagrante violación al derecho de autor, cuando todos sabemos que toda publicación es un acto comercial que, en la óptica del que la hace, debe producir ganancia.