¿Ataúdes de una acéfala conciencia?
Por Juan Llado
La solemnidad y pomposidad de los funerales de la Reina Isabel II han embelesado los sentidos. La magia de la televisión ha permitido que billones hayan seguido los complejos y costosos rituales por 8 días en todos los confines del mundo. En rutilante contraste, al apoteósico entierro de la Madre Teresa en 1997 asistieron más de dos millones de personas, el cortejo más grande de la historia de la humanidad. Se impone entonces contrastar los dos funerales para deducir conclusiones sobre los que quedamos vivos. Hay que embriagar la cogitación para comprender la reacción a la muerte de tan excelsas figuras ya transfiguradas por la leyenda.
La actual primer ministro del Reino Unido, Liz Truss, y el líder de la oposición laborista en el funeral de la Reina Isabel II.
Wikipedia nos define un entierro como “el conjunto de ceremonias y actos que, tras el fallecimiento de una persona, acompañan al proceso de transportar, enterrar, dar sepultura –o inhumar–, e incluso incinerar (cremar) el cadáver. La naturaleza y la composición de los ritos funerarios –o de duelo– del entierro varían según la época, la cultura, la posición social del difunto y las creencias religiosas de la sociedad a las que pertenece la persona fallecida.” Lo que en estos casos mueve a una reflexión profunda, sin embargo, no es lo apropiado del ceremonial ni los lugares o ritos que se empleen. Es más bien la cuestión de la racionalidad o insensatez de la reacción de las muchedumbres.
Nadie discute los deslumbrantes visos de grandeza de los dos personajes. Isabel II ejerció el reinado más largo en la historia de su nación con excepcional compostura y dignidad. Durante su atinada gestión trabajó con 15 primeros ministros del Reino Unido y se codeó con siete presidentes de los EEUU. Mas allá de sus funciones en su pais, fungió como jefe de Estado en otros 14 países de los 56 que componen el Commonwealth. Con una imagen de cuento de hadas al ascender al trono en el 1953, “supo contener la banalización mediática de su imagen y posición dotándose de un aura de majestuosidad tan anacrónica como efectiva. Esa dignidad, junto con el estricto protocolo que observaba en sus apariciones públicas y su discreción, la recluyó, para muchos, en una suerte de burbuja aislada de la realidad.” Pero al marcar una distancia con el populacho, tal conducta la elevó ante sus súbditos como un símbolo de la superioridad monárquica.
La Madre Teresa, por su parte, no heredó reinados ni aspiró a ningún cargo político. Su opción preferencial por los pobres y los enfermos, sin embargo, la encumbro a un sitial de suprema autoridad moral en todo el planeta. Esto le valió un Premio Nobel de la Paz y, en el marco de su organización religiosa, que fuera beatificada por el papa Juan Pablo II y recientemente canonizada por el papa Francisco. El soplo divino de su misericordia por los desheredados de la fortuna la convirtió en un icono de veneración que hoy guía e inspira la orden de casi 5,000 monjas Misioneras de la Caridad, la cual representa el mejor ejemplo de entrega misionera para el resto de las congregaciones religiosas de la Iglesia Católica (y tal vez del resto de las religiones existentes).
Guardando las distancias epocales, posiblemente los entierros de estos dos personajes de leyenda no tengan parangón en la historia. Ha sido recientemente que un par curas católicos, al descubrir los restos de un neandertal en el 1908, concluyeron que “la posición fetal del cuerpo y las herramientas que lo acompañaban en la zanja donde lo encontraron apuntaban a un entierro intencionado. A principios del siglo pasado, los neandertales aún eran vistos como brutos, ajenos a las glorias intelectuales de la humanidad. Desde entonces, los hallazgos arqueológicos los han revelado como una especie muy cercana a la nuestra a la que se atribuye incluso la primera obra de arte de la historia. Por el momento, los únicos animales capaces de realizar algo parecido a lo que consideraríamos un funeral son los humanos y neandertales de los últimos 100.000 años.” Pero las civilizaciones posteriores (egipcios, persas, griegos, romanos, hindúes, etc.) desarrollaron a través del tiempo diversos ritos y costumbres para sus enterramientos.
Contrastar los entierros que nos ocupan no daría pistas acerca de lo que cada uno puede significar en función de sus detalles. El de la Reina fue, por supuesto, revestido de las rígidas tradiciones de la realeza, de los vistosos uniformes militares, los pasos acompasados de los soldados y los llamados de atención de los cañonazos, los toques de trompetas y la discreta presencia religiosa de los jerarcas de la Iglesia de Canterbury. Mientras, el gobierno indio le otorgó a la Madre Teresa los honores de un funeral de Estado, lo cual no había sido conferido a nadie desde que se desplegaron para Ghandi y Nehru. En ambos casos la despedida final fue asistida por un contingente de dignatarios extranjeros que incluían reinas, primeras damas, presidentes, primeros ministros y altos representantes parlamentarios. Pero a diferencia de la Reina que recibió los honores de una población acomodada, el homenaje singular se lo dieron a la Madre la enorme multitud de los pobres de Calcuta, quienes que se agolparon en la procesión fúnebre.
A pesar de la diferencia en el bienestar relativo de las respectivas muchedumbres de deudores, no cabe duda de que el fallecimiento de los personajes produjo en ellas una honda congoja. Tanto los que acudieron a rendirle tributo al cadáver como muchos millones que se enteraron por los medios de prensa de su muerte lamentaron profundamente el suceso. La tristeza que los embargo fue similar a la que cualquiera experimenta por la irreparable pérdida de un familiar cercano o un ídolo político. deportivo o artístico. Pero las dimensiones de estas dos figuras fueron tan extraordinarias que inspiraron con su ejemplo de vida más allá de lo ordinario y regular. Por eso es pertinente examinarlos a la luz de lo que representan ante la dinámica de la historia y los rasgos inescrutables de la condición humana.
Mostraarse acongojado es una situación de duelo muy comprensible en todas las latitudes. Cuando nos despedimos de personajes que se aprecian la vida se desgaja en un aspecto siniestro que resulta una herida de dolor porque hemos perdido un soporte para continuar existiendo. Lo que representa un alud de insensatez es el homenaje póstumo que se le rinde a estos personajes ciclópeos con sus vistosos enterramientos. Por mas que se alegue lo contrario, el respeto por el cadáver que se presenta en los rituales no significa absolutamente nada para el fallecido. Reconocer la grandeza de su inspiración es válido, pero la mejor manera de hacerlo no se logra con la pompa y la apoteosis de un entierro multitudinario y prolongado. Seria siempre preferible cremar el cadáver al otro día del fallecimiento y organizar actividades para sus deudos que imiten las virtudes de los fallecidos.
Los ritos cada vez mas ampulosos que se incorporan en los homenajes póstumos van en menoscabo de la civilización. En el caso de la Reina Isabel II no se entiende la devoción a un monarca que es solo un símbolo porque no tiene poder político. Parecería que los humanos tenemos una necesidad innata de reverenciar a un ser que endiosamos como superior. En el caso de la Madre Teresa los pobres no ganaron absolutamente nada con participar en el cortejo fúnebre. Los altos dignatarios que asistieron a su entierro tampoco demostraron con su presencia ninguna intención de redimir a los pobres y los desheredados. De ahí que los ritos representan una toxica oquedad de la conciencia que raya en lo amoral.
Cadáver de la Madre Teresa
En su “Psicología de las Multitudes” el psicólogo francés Gustavo Le Bon develaba lo que podría explicar la aludida sinrazón. “La imaginación en las muchedumbres es muy poderosa, activa y susceptible de ser vivamente impresionada. La multitud es soñadora e influenciable, cree en las imágenes que le presentan sin someterla a reflexión. No siendo capaces las muchedumbres ni de reflexión ni de razonamiento, carecen de la noción de lo inverosímil, porque generalmente las cosas más inverosímiles son las que hieren más profundamente en su espíritu. Lo maravilloso y lo legendario de los acontecimientos es siempre lo que impresiona a las muchedumbres con mayor intensidad; lo ideal predomina sobre lo real. Las multitudes piensan por imágenes y sólo se dejan impresionar por ellas.”
En la historia de la civilización occidental entonces ha llegado la hora de prescindir de los homenajes póstumos ampulosos y pomposos. Los que fallecen serían mejor reconocidos si de ellos se imitan sus virtudes. Habrá que buscar en las rendijas de la imaginación para encontrar las vías idóneas para hacer tal cambio. Pero la Cuarta Revolución Industrial “viene aparejada de la posibilidad de la paz y la seguridad para todos. Los avances en la robótica y la inteligencia artificial prometen liberarnos, en gran medida, del cansancio que provoca el trabajo como lo conocemos hoy día.” Tal vez por eso se nos haga más fácil asistir mejor a nuestra conciencia con homenajes póstumos de mayor relevancia y racionalidad.
Fuente Acento