Bosch, Balaguer, intelectuales y el poder.
Marino Berigüete.
politólogo.
Desde los orígenes de la vida pública moderna, el intelectual ha mantenido una relación ambigua con el poder: a veces como consejero, a veces como opositor, y otras como cortesano. Ningún oficio está tan expuesto a la tentación de la política como la literatura, porque en ella el escritor descubre no solo un medio de expresión estética, sino un instrumento de influencia, un vehículo para modelar imaginarios colectivos. Y, sin embargo, cada vez que el escritor se entrega al poder sin resistencia, su pluma corre el riesgo de volverse panfletaria, de abdicar de su libertad en nombre de una causa, un partido o un líder.
En el caso de nuestro país, hay dos ejemplos reveladores: Joaquín Balaguer y Juan Bosch. Ambos fueron escritores antes que políticos; ambos cultivaron las letras con una vocación seria; ambos, finalmente, fueron seducidos por el poder hasta convertir la literatura en un oficio secundario. La novela, el ensayo y la poesía cedieron terreno ante la urgencia del Estado y la lucha partidaria. Balaguer, maestro de la oratoria política y de la prosa ensayística, fue más recordado por su longeva presidencia que por sus páginas literarias. Bosch, con todo el prestigio de narrador, no pudo resistirse al llamado de fundar un partido, aspirar al mando y vivir para el Estado
No los juzgo como figuras —sería injusto—, pero sí como testimonios de cómo la política devora al escritor y lo convierte en otra cosa: un hombre que ya no escribe para explorar la condición humana, sino para justificar una causa. Y cuando la literatura se vuelve justificación, ya no es literatura, sino propaganda.
Lo más grave ocurre cuando el escritor renuncia incluso a la duda, a la ironía, a la libertad de disentir. Me incomoda el escritor que se esconde detrás de consignas, el que repite fórmulas aprendidas en el catecismo ideológico de un partido y llama a eso pensamiento. Esos “intelectuales militantes”, como los llamaría Octavio Paz, olvidan que el primer deber de la escritura es incomodar, poner en entredicho las verdades establecidas, incluso las propias. En cambio, se refugian en la seguridad de un dogma. Creen que solo hay un camino, que quien no piensa como ellos está condenado al error o a la traición.
El poder no solo compra conciencias con cargos y privilegios. También seduce con algo más sutil: el reconocimiento social, la sensación de participar en el centro de la historia, de ser actor y no mero observador. Ese es el narcótico que ha llevado a tantos escritores a traicionar su vocación. Sartre, a quien admiro a pesar de sus excesos, entendió que el escritor debía ensuciarse las manos en el barro de su tiempo, pero no como cortesano, sino como conciencia incómoda. Octavio Paz, en cambio, dio un ejemplo luminoso: renunció a la embajada de México en la India para protestar contra la masacre de Tlatelolco. Eligió la dignidad de la palabra por encima de la comodidad del cargo.
Mario Vargas Llosa encarna otro itinerario: el de quien despertó del sueño revolucionario y abrazó un liberalismo crítico, convencido de que la libertad del individuo es más frágil que cualquier utopía. Su biografía demuestra que no hay que encadenarse a una ideología definitiva; que el escritor, si es honesto, cambia de ideas cuando la realidad lo desmiente. Eso, y no la repetición de consignas, es lo que dignifica la labor intelectual.
En nuestro país, el caso de Balaguer sigue siendo un campo de batalla simbólico. Buena parte de la izquierda lo condena como un déspota ilustrado, sin matices, sin atender a la complejidad de un hombre que también fue poeta, ensayista y figura central de la modernización dominicana. Esa condena, muchas veces, es menos fruto de un juicio sereno que de la pasión ideológica. En cambio, los líderes de esa misma izquierda, aunque rodeados de corrupción y oportunismo, son tratados con indulgencia. Yo no pretendo reivindicar a Balaguer ni escribir apologías, pero tampoco usaré la pluma para alimentar esas visiones maniqueístas que reducen la historia a héroes y villanos.
Mi posición es otra: creo en el pensamiento crítico como ejercicio de libertad. No me interesa complacer a ningún bando, ni defender intereses disfrazados de ideales. Mi escritura no quiere ser eco de consignas, sino exploración personal. Y desde ese rincón —el de mi sureñidad, el de mis reflexiones solitarias— me declaro partidario de la libertad de pensamiento, incluso cuando eso signifique discrepar de quienes me rodean.
La tarea del escritor no es alinear multitudes, sino pensar contra la corriente cuando sea necesario. En tiempos de desigualdad social, de corrupción enquistada y de discursos huecos, lo que necesitamos no son intelectuales serviles, sino voces libres que denuncien las injusticias sin miedo a incomodar. Esa es, creo, la verdadera función de la literatura pública: ser una herramienta de crítica y de emancipación, no de adulación.
El poder seguirá tentando a los escritores, porque es su naturaleza: promete relevancia, prestigio, cercanía al centro de la acción. Pero el escritor que se entrega del todo al poder renuncia a lo que lo hace único: su capacidad de pensar sin ataduras. Puede que, en apariencia, gane influencia, pero pierde lo esencial: la verdad de su palabra. Y una palabra que ya no es libre no merece llamarse literatura.