Brasil, el espejo roto de América Latina

Por Manuel Jiménez V.

En junio de 2007 tuve la oportunidad de acompañar al entonces presidente Leonel Fernández en una extensa gira por ocho ciudades de Brasil, cubriendo para el periódico Hoy una de las misiones diplomáticas y comerciales más ambiciosas que se recuerdan de su mandato.

 El recorrido incluyó paradas clave en Brasilia, Manaus, Río de Janeiro, Sao Paulo y San José dos Campos, entre otras ciudades, y estuvo marcado por una agenda intensa de reuniones con empresarios y funcionarios del más alto nivel, incluido el propio presidente brasileño de entonces, Luiz Inácio Lula da Silva.

El objetivo era claro: estrechar lazos comerciales y explorar oportunidades de inversión para la República Dominicana. La delegación dominicana —integrada en buena parte por empresarios locales— vio en Brasil un modelo de desarrollo técnico e industrial, particularmente en áreas como la producción de etanol, donde los brasileños ya eran líderes mundiales.

Recuerdo con claridad que ejecutivos del Central Romana formaban parte de ese grupo, interesados en conocer de cerca el potencial del etanol como alternativa energética.

Otro de los hitos discretos, pero de relevancia, fue la visita a las instalaciones de la empresa fabricante de los aviones Super Tucano, en San José dos Campos.

 Fue el inicio de lo que más tarde se traduciría en la controvertida compra de estas aeronaves por parte de la Fuerza Aérea Dominicana. Esos acuerdos, así como los firmados en el ámbito comercial y de medios de comunicación —con reuniones incluso en TV Globo en Río de Janeiro—, revelaban una estrategia diplomática activa y de largo alcance.

Pero más allá de los acuerdos, lo que impactaba en cada ciudad visitada era el despliegue de seguridad. En Río, cada intersección parecía una escena de película, con agentes de tránsito portando sus armas desenfundadas para garantizar el paso de la caravana presidencial.

Aquella imagen contrastaba profundamente con la sofisticación de las avenidas por donde transitábamos, flanqueadas por rascacielos, centros empresariales y tiendas de lujo.

Desde esos mismos puntos de privilegio, se divisaban las favelas, asentamientos de precariedad interminable que trepan por los cerros y colindan, sin mediación ni pudor, con las zonas de mayor desarrollo económico.

Traigo todo esto a colación al ver los titulares de esta semana: una operación policial en una favela de Río dejó más de 132 muertos. Una tragedia, una más, en una ciudad atrapada en su propia paradoja: ser vitrina del progreso brasileño y, al mismo tiempo, espejo roto de sus desigualdades más crudas.

Estas operaciones se han vuelto habituales, especialmente en Río de Janeiro y Sao Paulo, donde la violencia estructural se combate con más violencia, como si eso resolviera los orígenes del problema.

Las cifras estremecen, pero no sorprenden. Y es que Brasil, con todo su poder económico, sigue siendo también ejemplo de lo que América Latina no ha podido superar: crecer sin justicia distributiva.

En esa gira de 2007, recuerdo cómo el presidente de la Federación de Industrias de Brasil, Paulo Skaf, elogiaba a Fernández con palabras que rozaban el entusiasmo político: “No tengo duda de que será reelecto”, dijo ante un auditorio de empresarios cariocas. Y no era para menos. Fernández, con su verbo elocuente y sus datos económicos en mano, vendía al país como un lugar ideal para invertir: estable, seguro, con reglas claras.

Pero esa misma narrativa la ofrecía también el Brasil de Lula: país emergente, en ascenso, líder del Sur. Sin embargo, las favelas seguían allí. Y hoy, siguen más presentes que nunca, recordándonos que el desarrollo sin equidad es solo maquillaje de cifras.

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