Cómo recordará la historia a Elon Musk
Por Louise Perry
The New York Times
Perry es una periodista que vive en el Reino Unido.
Los visionarios pueden ser aterradores; mucho más que los egoístas y los vendidos, que son fáciles de predecir y comprender. Y los visionarios con medios para hacer realidad sus visiones son los más aterradores de todos. También son escasos: en cualquier periodo histórico, solo hay unos pocos hombres (siempre son hombres) que doblegan la realidad a su alrededor, haciendo caso omiso de las críticas y la cautela.
Para bien o para mal, Elon Musk es un visionario. No me cabe duda de que es volátil y temerario, pero aquellos que lo descartan diciendo que es un fraude o un idiota no le han prestado mucha atención. Sí, el tiempo que pasó con las manos metidas en el gobierno federal de Estados Unidos ha llegado a su fin. Y sí, quizá su incursión en la política fue, en parte, una decepción para él. Pero la visión de Musk va mucho más allá de Washington. Siempre ha sido claro al respecto, y se lo sigue diciendo a quien esté dispuesto a escucharlo: “Al final, toda la vida en la Tierra será destruida por el Sol”, declaró a Fox News el mes pasado. “El Sol se expande gradualmente, por lo que en algún momento necesitaremos ser una civilización multiplanetaria, pues la Tierra será incinerada”.
Es por eso que, hace 23 años, Musk tomó la decisión de ir a Marte; su primer paso hacia la colonización interestelar. Dice que quiere morir ahí (“pero no en el impacto”). También afirma que la exploración espacial conducirá a un proceso de renovación psicológica masiva. “Estados Unidos”, dice, “es literalmente una destilación del espíritu humano de exploración. Esta es una tierra de aventureros”. Su objetivo no solo es salvar a la humanidad de la futura pérdida de nuestro planeta, sino también de nuestro propio letargo y cobardía. Si tiene éxito en este proyecto, el paso de Musk por Washington no será más que un detalle sin importancia en las historias que se escriban sobre él.

No es como si este último año hubiera perjudicado a Musk a largo plazo. Quienes se alegran por su aparente caída en desgracia no parecen haberse dado cuenta del éxito de su programa espacial. En el primer semestre de 2024, su empresa SpaceX lanzó al espacio siete veces más tonelaje que el resto del mundo junto, y la Cúpula Dorada de Trump (una imitación de la Cúpula de Hierro israelí) bien podría consumir tantos dólares de los contribuyentes como el proyecto Apolo de la NASA. Gran parte de esta financiación se canalizará a SpaceX, debido a la necesidad de un enorme número de satélites, lo que significa que la fortuna de Musk crecerá aún más como resultado de sus intervenciones políticas. La obsesión del magnate por el espacio no solo es ideológica: también le está haciendo ganar dinero. “La filantropía pura está muy bien a su manera”, como dijo una vez Cecil Rhodes, “pero la filantropía más un 5 por ciento es mucho mejor”.
Rhodes fue otro hombre de negocios, político y visionario que doblegó la realidad en torno a su voluntad, una de esas figuras extrañas y polarizadoras que aparecen a lo largo de la historia y —para utilizar una de las máximas favoritas de Silicon Valley— “simplemente hacen cosas”. Una de las cosas que Rhodes hizo fue ganar mucho dinero, al principio en el comercio de diamantes, una actividad en la que incursionó siendo adolescente y terminó creando la empresa de diamantes De Beers en 1888. Más tarde se convertiría en primer ministro de la Colonia del Cabo, fundador de Rodesia y el agente más poderoso del imperialismo británico en África, con toda la violencia que eso implicó. Murió en 1902, a los 48 años. Era uno de los hombres más ricos del planeta.
La faceta visionaria de Rhodes suele ser olvidada, incluso por sus contemporáneos, al punto que muchos lo consideraban un megalómano brutal, solo interesado en su enriquecimiento personal. Sin embargo, la visión estaba ahí. En 1877, un joven Rhodes redactó un documento en el que esbozaba sus planes para el futuro de la humanidad. Escribiendo en una choza en los campos de diamantes de Kimberley, Sudáfrica, dedicó su vida y su fortuna a “la extensión del dominio británico por todo el mundo”. Era el apogeo del imperio. El Reino Unido controlaba aproximadamente una cuarta parte de la masa terrestre del mundo. Sin embargo, Rhodes, de 24 años, puso sus ojos más lejos: en China, Japón, Sudamérica, la totalidad de Tierra Santa y, de paso, la recuperación de Estados Unidos. No era por el bien del Reino Unido, insistía, sino por “el bien de la humanidad”. Una Pax Britannica, concebida bajo cielos africanos.
Para la gente moderna es difícil comprender la sinceridad de la visión de Rhodes, dada la distancia ideológica entre nuestra época y la suya. Él creía de verdad que la expansión de la influencia británica por el mundo era un bien genuino, de la misma manera en que Musk realmente cree en la expansión de la humanidad por el universo.
Aunque nadie en el Reino Unido dudaba que Rhodes fuera un gran hombre, muchos dudaban que fuera bueno. Según un cálculo, Rhodes fue responsable de la muerte de hasta 20.000 africanos durante la conquista de lo que hoy es Zimbabue, una campaña militar que fue censurada por sus críticos, incluso aquellos que apoyaban el proyecto imperial en general. Rhodes también apoyó la restricción del derecho al voto de la población negra en la Colonia del Cabo, y hay quienes consideran que sentó las bases del apartheid. Sus partidarios pensaban que debía ser celebrado; sus detractores, que debía ser ahorcado. Algunos, como Mark Twain, sostenían ambas opiniones simultáneamente: “Lo admiro, lo confieso francamente”, dijo en 1897, “y cuando le llegue la hora compraré un trozo de la cuerda como recuerdo”.
El monumento a Rhodes en Ciudad del Cabo, llamado Energía física, está adornado por una estatua de un caballo y un jinete. El artista, George Frederic Watts, dijo que pretendía que la pieza simbolizara “ese inquieto impulso físico de buscar lo que aún no se ha alcanzado”. Imagino que a Musk le gustaría bastante esa frase porque es exactamente ese espíritu el que aporta a su proyecto espacial.
Las similitudes entre ambos hombres van de lo menor (aunque sugerente) a lo asombroso. Ambos fueron hombres difíciles y complejos que escaparon de sus tiránicos padres emigrando al otro lado del mundo, solos, siendo muy jóvenes —Musk se trasladó de Sudáfrica a Canadá a los 17 años; Rhodes del Reino Unido a Sudáfrica también a los 17 años—, e hicieron fortuna en industrias que favorecen a la gente despiadada y enérgica. Ambos rechazaron la fe cristiana en la que fueron educados y las convenciones del matrimonio monógamo (en la actualidad, algunos biógrafos creen que Rhodes era homosexual). Ambos desarrollaron reputaciones de volatilidad y excentricidad; a Rhodes, igual que a Musk, no le gustaba usar ropa formal.
Y algo importante: ambos eran hijos del Imperio Británico. Musk nunca ha vivido en el Reino Unido, pero siente un especial interés por el país como consecuencia de su ascendencia británica, y pasó su infancia en la diáspora británica de Sudáfrica, durante la época del apartheid. Él y Cecil Rhodes son productos de la misma cultura; una cultura que, por la razón que sea, ha producido un número desproporcionado de estos hombres extraños, despiadados y tenaces.
Este tipo de personalidades no aparecen muy a menudo, y su influencia no necesariamente es perdurable. En 1902, menos de 50 años después de la muerte de Rhodes, el Imperio Británico se estaba desmoronando, y a finales de siglo, Robert Mugabe había empezado a apoderarse de granjas de blancos en lo que antes era Rodesia. Ahora, cuando se menciona el nombre de Rhodes, lo más probable es que se esté hablando de la campaña “Rhodes debe caer”, un movimiento de descolonización que pretende eliminar todo rastro de este hombre de la vida pública, incluyendo el programa internacional de becas que lleva su nombre. Su proyecto, al final, fue repudiado.
Lo mismo podría pasar con el de Musk. No faltan críticos que desean su fracaso. Y, sin embargo, por mucho que me alarme el peligro que implican esos visionarios, no se equivoca sobre la fragilidad de nuestro planeta. No quiero ir a Marte, pero me gustaría que alguien lo hiciera. Y supongo que ese alguien tendrá que ser inusual, de maneras buenas y malas. Me viene a la mente lo que Musk dijo una vez durante un monólogo de Saturday Night Live: “A cualquiera que haya ofendido, solo quiero decirle que reinventé los coches eléctricos y voy a enviar gente a Marte en un cohete. ¿Creían que también iba a ser un tipo tranquilo y normal?”.
The New York Times