Cómo salvar el experimento estadounidense
Por John Fabian Witt
The New York Times
Witt es autor de The Radical Fund: How a Band of Visionaries and a Million Dollars Upended America.
Mientras la democracia en Estados Unidos cae en una espiral cada vez mayor de desconfianza, demagogia y violencia, una pregunta ha comenzado a rondar las mentes de muchos estadounidenses: ¿Cómo acaba todo esto? Las analogías históricas parecen sombrías. La disfunción política de Alemania entre guerras destaca por su descenso hacia el fascismo. Sin embargo, hay un ejemplo más esperanzador, uno que es más cercano y, a pesar de ello, suele ser pasado por alto: el Estados Unidos de hace un siglo.
A comienzos de la década de 1920, una ola de intentos de asesinato y violencia política alcanzó su punto máximo junto con nuevas barreras a la inmigración, una campaña de deportaciones y una represión gubernamental contra la expresión disidente. Estados Unidos salía de una pandemia en la que las divisivas medidas de salud pública habían generado ira y desconfianza generalizadas. Niveles asombrosos de desigualdad económica se sumaban a un panorama industrial en rápida transformación y a una evolución acelerada de la demografía racial. Voces influyentes en la prensa advertían que una crisis de desinformación en los medios de comunicación había destrozado los procesos democráticos más básicos.
Incluso las elecciones presidenciales convergen de forma inquietante. En 1920, la frustración nacional por un presidente débil y envejecido ayudó a sacar al Partido Demócrata de la Casa Blanca, en favor de un candidato republicano que ofrecía la nostálgica promesa de devolver la grandeza a Estados Unidos, o al menos la normalidad. Un vacilante presidente Woodrow Wilson dio paso a Warren Harding y al control unipartidista de los tres poderes del gobierno federal.
Sin embargo, lo sorprendente de la década de 1920 es que, a diferencia de la crisis alemana de entreguerras, la peligrosa década estadounidense no condujo al fascismo y al fin de la democracia, sino al New Deal y a la era de los derechos civiles. A lo largo de la secuencia de emergencias que vinieron después —la Gran Depresión y, finalmente, la Segunda Guerra Mundial—, Estados Unidos abrió paso a una era de empoderamiento político y prosperidad de la clase trabajadora. La nación puso fin a la era de Jim Crow en el sur y estableció la libertad de expresión con protecciones respaldadas por los tribunales por primera vez en su historia.
La historia de cómo los estadounidenses construyeron una nueva infraestructura para la democracia moderna no ofrece un manual paso a paso para 2025, pero sí sugiere una forma de salir de nuestra espiral destructiva.
El apasionado intelectual W.E.B. Du Bois y el joven columnista Walter Lippmann fueron de los primeros en comprender una característica esencial de la política de masas moderna: la información y la crisis de confianza en las noticias habían deformado la vida política estadounidense después de la Primera Guerra Mundial, de la misma manera en que lo hacen en nuestra actual era de desorden mediático.
Du Bois, el brillante escritor y editor negro que fundó la Asociacion Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP) en 1909, observó cómo las campañas de propaganda, algunas dirigidas por los mismos periódicos que deberían haber sido las fuentes de una ciudadanía informada, incitaban a la política hacia violentos disturbios raciales. En lugares que iban desde Elaine, Arkansas, hasta Washington D. C., los furiosos alborotadores blancos de lo que llegó a conocerse como el Verano Rojo de 1919 arrasaron comunidades negras, matando a cientos de personas.
Lippmann, quien se estaba convirtiendo en el periodista liberal de mayor influencia en Estados Unidos, entendía que la información y la propaganda eran el problema democrático fundamental en las condiciones de una población y una prensa masivas. La crisis de la democracia, escribió, era en su esencia “una crisis del periodismo”. La distancia entre lo que él llamaba “el mundo exterior y las imágenes que tenemos en la cabeza” daba un poder enorme a quien manejaba los flujos de información.
Un siglo antes del actual poder distorsionador de internet y las redes sociales, Lippmann escribió que la mera escala de la vida moderna separaba a los ciudadanos de la información necesaria para gobernarse a sí mismos. El “flujo de noticias que llega al público”, observó, era la vulnerabilidad más flagrante de la democracia.
La profunda desigualdad vino acompañada de una dislocación económica generalizada para los trabajadores. Gigantes industriales como Ford, General Electric y US Steel prometían una nueva prosperidad en la economía de consumo masivo. Sin embargo, la gestión científica de fábricas y granjas produjo vulnerabilidades económicas para los trabajadores. Los viejos mecanismos de poder de la clase obrera se vieron tan rebasados por la producción en masa como hoy los sindicatos parecen abrumados por el trabajo virtual, la gig economy y la IA generativa.
En algunos aspectos, el Estados Unidos de la década de 1920 estaba mucho más avanzado en el camino de la desconfianza política y el odio interno que donde nos encontramos hoy. La subordinación racial formal apoyada por el Estado, en forma de Jim Crow, bloqueaba la participación política de casi todas las personas negras del sur del país. La violencia política alcanzó niveles que no se han vuelto a ver. Una campaña de atentados con bombas por parte de anarquistas de extrema izquierda conmocionó al país. Se enviaron bombas por correo a una treintena de las figuras más destacadas de la nación. Un carro tirado por caballos, lleno de dinamita y cargado de metralla, estalló en Wall Street en 1920, donde aún pueden verse los daños.
La represión del Estado a principios de la década de 1920 también fue de gran alcance. Cientos de presos políticos (entre ellos el candidato presidencial Eugene Debs) se consumían en las cárceles federales, muchos de ellos cumpliendo largas condenas en virtud de las leyes de espionaje y sedición de tiempos de guerra por expresar sus opiniones. Los estados aprobaron nuevas leyes radicales que prohibían la defensa del crimen, el sabotaje o la violencia como medios para lograr cambios políticos, y usaron estas leyes para procesar a cientos de personas.
Los tribunales no ofrecieron ningún alivio. Hasta principios de la década de 1930, la Corte Suprema no había utilizado ni una sola vez la Primera Enmienda para impedir el encarcelamiento de disidentes.
Muchos estadounidenses simplemente abandonaron la política en la década de 1920, rindiéndose ante las escasas probabilidades de lograr un cambio decente. Una generación más joven, liderada por F. Scott Fitzgerald, la celebridad de la era del jazz, anunció que se había cansado de las “grandes causas” como la guerra y la superación social. Sin embargo, bajo la superficie de los locos años veinte, una generación de innovadores sociales inició experimentos que sentaron las bases de un florecimiento democrático.
Surgieron nuevas organizaciones, como la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU), para defender a los opositores a la Primera Guerra Mundial encarcelados y a los disidentes radicales. La aún incipiente NAACP, encabezada por James Weldon Johnson, inició una campaña contra los linchamientos en el Congreso (donde fracasó) y en la prensa (donde tuvo mucho más éxito). El superabogado Clarence Darrow se lanzó a la defensa de las libertades de la Primera Enmienda (John Scopes en Tennessee) y de la libertad de las personas negras para vivir donde quisieran (Ossian Sweet en Detroit).
Pero un segundo acontecimiento dio forma a la época de un modo más profundo. En 1922, un apuesto desertor de Harvard llamado Charles Garland donó su herencia de un millón de dólares. Citando la injusticia de las grandes desigualdades económicas y dando el crédito tanto a Jesús como a la Revolución rusa, Garland tomó dinero de lo que ahora es el imperio Citibank y se lo dio al escritor y periodista Upton Sinclair y al fundador de la ACLU, Roger Baldwin. Ellos usaron la ganancia inesperada para crear la primera fundación filantrópica liberal de la época: el Fondo Estadounidense para el Servicio Público, o Fondo Garland, como se le conocía a veces.
El impuesto sobre la renta moderno, promulgado en 1913, creó subsidios sin precedentes para las organizaciones benéficas y de bienestar social. El millón original de Garland, que se duplicó en el auge bursátil de la década de 1920, ascendió a casi 40 millones de dólares en 2025. Adaptado al tamaño de una economía que hoy es más de 20 veces más grande que en 1922, podríamos decir que el Fondo Garland equivalía a una fundación de la década de 2020 con 800 millones de dólares para repartir.
Baldwin y Sinclair, desconfiando de las fundaciones perpetuas, se apegaron a una estructura de fondos con plazo que acelerara el impacto de su inversión. Y a lo largo de las dos décadas siguientes (la misma duración que Bill Gates eligió el pasado mayo para su propio gasto acelerado en la Fundación Gates), el fondo invirtió en causas diseñadas para encender la renovación democrática en Estados Unidos.
Decenas de ambiciosas empresas emergentes de la década de 1920 recibieron la preciada financiación de la incubadora. Entre los beneficiarios había sindicatos heterodoxos, editoriales y medios de comunicación innovadores, así como organizaciones iconoclastas de derechos civiles. El fondo patrocinó la investigación, la educación y las fuentes de noticias que estuvieran fuera de la influencia de los pocos ricos. Apoyó los derechos civiles de la gente negra, ayudando a iniciar la campaña que décadas más tarde culminó en el caso Brown contra el Consejo de Educación.
El fondo evitó los desmoralizadores ciclos de indignación ante las opresiones de la época. En lugar de eso, su objetivo era renovar las instituciones fundamentales que daban forma a la vida de la gente normal, estructuraban sus intereses y animaban sus sueños.
Sobre todo, esto significaba apoyar un nuevo modelo emergente de organización económica —el sindicato industrial— como una forma innovadora de conectar a un gran número de estadounidenses con el poder y la prosperidad en la economía de producción en masa. Sidney Hillman, un refugiado político judío del Imperio ruso que se convirtió en trabajador de la industria textil en Chicago, formó parte de la junta fundadora del fondo. Hillman vio cómo las empresas de la era de la producción en masa habían eliminado la especialización del proceso de producción y debilitado el poder de los antiguos sindicatos gremiales. El sindicato Amalgamated Clothing Workers de Hillman respondió con una estructura organizativa propia relativamente nueva: en lugar de que hubiera numerosos sindicatos divididos por oficio, tarea u ocupación, el ACW agrupó a todos los trabajadores de la confección masculina en un solo gran sindicato.
El proyecto de la década de 1920 era aplicar la idea de Hillman también a las grandes empresas. El fondo financió una universidad laboral en el valle del Hudson para formar a los líderes sindicales en la práctica de los sindicatos industriales. Los mineros se unieron al nuevo movimiento, en gran medida porque la United Mine Workers de John Lewis había organizado durante mucho tiempo el trabajo en las minas de carbón sin tomar en cuenta la especialidad. (La primera subvención del Fondo Garland fue para los mineros de carbón disidentes de Virginia Occidental).
Con la influencia de Hillman, no tardaron en surgir agrupaciones de intelectuales y organizadores laborales respaldados por el fondo para difundir el evangelio del sindicato industrial a sectores de la economía en rápido crecimiento, como la fabricación de automóviles, el trabajo eléctrico y la producción de caucho. Para mediados de la década de 1930, el proyecto de los sindicatos industriales incluso llegaría a la gigantesca industria del acero.
El sindicato industrial encierra lecciones para organizar un orden económico decente en nuestra propia época, tan diferente. Se trataba de una institución diseñada por Hillman y su grupo de expertos para adaptarse a las condiciones económicas del momento y agrupar los intereses de la clase obrera al servicio de un proyecto común.
Con el respaldo del Fondo Garland, Hillman y sus colaboradores rompieron con el compromiso histórico de la izquierda con la guerra contra el capital y replantearon el papel del trabajo como un socio igualitario en la actividad conjunta con las empresas industriales con las que establecía acuerdos de negociación colectiva. Según el enfoque del grupo de Hillman, los trabajadores tenían derecho tanto a una participación justa en la prosperidad de la economía de producción en masa como a un rol en la orientación de la economía. Su consigna poderosa era la democracia industrial, no la guerra de clases.
El sindicato industrial puso de relieve otras dos crisis democráticas urgentes de la década. Una era el racismo de los sindicatos blancos y de la clase trabajadora blanca, como observó amargamente Du Bois. Por su naturaleza, los sindicatos industriales necesitaban unir a trabajadores de muchas ocupaciones. Por eso, era imperativo organizar a la gente por encima de las divisiones raciales, étnicas y religiosas. En la época de la Gran Migración, esto significaba organizar la mano de obra de forma que incluyera a los trabajadores negros que se desplazaban del sur al norte.
El camino que llevó al caso Brown contra el Consejo de Educación comenzó a finales de la década de 1920, cuando Du Bois y Johnson de la NAACP se unieron a los ingenieros de la democracia industrial de Hillman en el estimulante taller del Fondo Garland. Los trabajadores negros difícilmente podrían defender sus intereses de clase, dijo Johnson, si no tenían derechos civiles que sus jefes estuvieran obligados a respetar. Los trabajadores negros, observó, eran “el mayor grupo de trabajadores no organizados de Estados Unidoss”, el “bloque más significativo, y actualmente más ineficaz, de la clase productora”. Du Bois añadió que “una campaña de educación entre los negros estadounidenses” conduciría “a la raza hacia la democracia industrial”. La lucha contra Jim Crow parecía necesaria para proteger a los trabajadores, blancos y negros por igual.
Los mismos laboratorios de democracia industrial que ayudaron a desarrollar nuevos esfuerzos en materia de derechos civiles también diseñaron iniciativas para democratizar los flujos de información en la prensa. Las campañas por la libertad de expresión de la década de 1920 pretendían hacer valer los derechos de libre expresión, pero no solo eso. Mientras la ACLU perseguía los derechos de expresión, las mismas personas recurrían a los recursos del Fondo Garland para apoyar el proyecto de Lippmann de financiar nuevos canales de comunicación: servicios de sindicación de noticias, revistas, periódicos, editoriales y emisoras de radio. Una cosa era tener derecho legal a hablar, pero también era vital que los vehículos de comunicación transmitieran la verdad y no mentiras.
Las fundaciones privadas podían hacer lo que los partidos políticos no. El Partido Demócrata, fuera del poder durante toda la década, se encontró paralizado entre su ala supremacista blanca del Sur y su electorado inmigrante urbano del Norte. El Partido Republicano de Abraham Lincoln se convirtió en el partido ultrablanco de las grandes empresas. Las exigencias electorales a corto plazo impedían a los partidos políticos impulsar innovaciones profundas como los sindicatos industriales y los derechos civiles.
Pero la sociedad civil y los movimientos sociales no pueden cambiar el mundo en el vacío. Históricamente, ha sido necesaria una catástrofe o un cataclismo para sacar a las naciones de espirales descendentes de desigualdad y desconfianza. La década de 1920 terminó con una cascada de catástrofes. El desplome de Wall Street de 1929 fue seguido por la Gran Depresión y luego por la Segunda Guerra Mundial, que comenzó incluso antes de que las calamidades económicas hubieran concluido por completo. Estos sucesos suministraron la enorme energía que impulsó el cambio en un país de 130 millones de personas.
Pero si fuerzas como el colapso económico y la guerra dan impulso a grandes cambios sociales, no dictan la forma de la historia. Los seres humanos, sus proyectos y sus instituciones trazan surcos en el futuro que orientan la dirección del cambio. En Estados Unidos, surgió un conjunto de formaciones sociales en torno al núcleo del sindicato industrial. Sostenido discretamente en sus primeros años por la principal fundación liberal de la época, el sindicato industrial ayudó a dirigir la democracia estadounidense por mejores caminos hacia el futuro.
En la década de 2020, muchos estadounidenses que podrían estar en condiciones de hacer otra cosa optaron por vivir como Fitzgeralds modernos, llevando una vida estilo Gatsby impulsada por un mercado bursátil similar al de la década de 1920 que alcanza nuevas alturas cada semana en la burbuja de los Siete Magníficos de centros de datos y unidades de procesamiento gráfico.
Nosotros también tenemos nuestra resistencia, organizada en grupos inspirados en el modelo de la década de 1920. Algunos, como la ACLU y la NAACP, son organizaciones heredadas de las crisis democráticas del pasado. Pero, ¿dónde están los paralelismos con los esfuerzos más profundos e innovadores de hace un siglo, los experimentos que pretendían llegar al corazón de nuestra vida social y crear instituciones nuevas para un futuro más decente y democrático? ¿Dónde están las nuevas formas organizativas para conectar a grandes masas de estadounidenses entre sí y con la sociedad en la que vivimos? ¿Dónde están los movimientos que prometen crear nuevas instituciones adecuadas a la tarea de alinear los intereses del pueblo con la estructura y la escala del mundo contemporáneo?
La generación de Du Bois, Hillman y Lippmann se negó a desperdiciar la crisis. En medio del tumulto, ofrecieron experimentos nuevos que provocaron cambios sísmicos en el panorama de la vida estadounidense. Hoy, las instituciones de organización de la clase obrera heredadas de la generación de la producción en masa de Hillman están muy desfasadas respecto a la economía. Los derechos de libertad de expresión, conseguidos a un gran costo hace un siglo, vuelven a estar en peligro, pero también se han quedado anticuados en un mundo en el que la atención, y no la expresión, es el bien escaso. Nunca antes las imágenes que tenemos en la cabeza, como las describió Lippmann, habían estado tan separadas del mundo exterior; nunca antes los poderes propagandísticos que Du Bois diagnosticó han sido tan poderosos.
Los esfuerzos por manejar las divisiones de raza y etnia en nuestra vida democrática también están en ruinas. Los triunfos de la generación pasada en materia de derechos civiles hoy son objeto de desprecio por parte de algunos críticos por su futilidad, y de otros por sus excesos.
Lo que la democracia estadounidense necesita ahora son grandes experimentos como los de hace un siglo: nuevas formas institucionales que proporcionen a decenas de millones de estadounidenses cada vez más alienados una manera de conectarse entre sí y con la prosperidad de la nación más rica del mundo.
Los recién llegados a este campo son prometedores. Los encarnizados debates, por ejemplo, entre los liberales de la abundancia y la izquierda del Debt Collective retoman las luchas de hace un siglo entre los sindicalistas de la prosperidad de la tradición de Hillman y sus oponentes de izquierda. Otros esfuerzos plausibles esperan entre bastidores. Para partes de la economía como el cuidado de salud a domicilio y los trabajos ocasionales, la negociación sindical por sectores en lugar de por empresarios augura un avance de próxima generación respecto a los sindicatos industriales de la era de la producción en masa. Algunos actores con visión de futuro están intentando convertir el fin de la acción afirmativa en una ocasión para formar una nueva coalición unida por políticas basadas en la clase, en lugar de las basadas en la raza que generaron amargas divisiones entre las familias trabajadoras estadounidenses.
Muchos de los principales candidatos a nuevas instituciones ordenadoras proceden de la derecha. La ética de “Estados Unidos primero” del movimiento MAGA intenta, de manera intermitente, establecer una solidaridad nacionalista interétnica e interracial, un esfuerzo que las encuestas de salida de 2024 entre los votantes negros y latinos parecían impulsar y que coincide sorprendentemente con los esfuerzos interraciales de Du Bois y el Fondo Garland. Las polémicas normas nuevas respaldadas por los republicanos para ampliar las exenciones fiscales a las iglesias plantean el riesgo de politizar la fe religiosa, pero también prometen conectar el compromiso político con instituciones en las que se reúnen decenas de millones de estadounidenses.
De hecho, más cerca de nuestro tiempo, los financiadores de derecha han explotado las mismas estrategias de exención fiscal de las que fue pionero el Fondo Garland. El Proyecto 2025 de la Fundación Heritage surgió de un esfuerzo a largo plazo, financiado masivamente, que iguala en escala y energía insurgente las ambiciones de sus predecesores de izquierda.
Dados los éxitos del cambio respaldado por fundaciones conservadoras, hay figuras de la derecha que se preocupan por las amenazas del gobierno de Donald Trump de acabar con las fundaciones que han sido fuentes de inspiración durante un siglo. Las promesas de despojar a las fundaciones liberales de su estatus de exención fiscal y de investigar la financiación relacionada con George Soros, renovadas tras el asesinato de Charlie Kirk, proceden de una estrategia antigua: la que elaboró hace 100 años el gobierno de Calvin Coolidge para eliminar el estatus de exención fiscal del Fondo Garland.
Tales esfuerzos corren el riesgo de ser muy contraproducentes por razones que tanto conservadores como liberales comprenden. Las instituciones de la sociedad civil como el Fondo Garland han sido una fuente de renovación democrática creativa. Libres de las limitaciones a corto plazo de los funcionarios estatales y de los partidos políticos, las organizaciones de la sociedad civil pueden ejercer un poder experimental para definir agendas en momentos de crisis para las instituciones existentes.
Por mucho que se hable de líneas rojas y puntos de no retorno, el Estados Unidos moderno ya ha sufrido crisis democráticas y agitaciones autoritarias en el pasado. El lenguaje de las emergencias tipo “romper el cristal” o “alarma de incendio” mira a nuestros modos de organización política existentes, cada vez más frágiles, y no puede ver más allá de ellos. Pero la forma de salir adelante será elaborar nuevos modos de renovación adecuados al panorama del mundo en el que nos encontramos, formas análogas al sindicato industrial de la década de 1920, y quizá impulsadas por el motor generativo de la sociedad civil del ahora vasto mundo sin fines de lucro. Hace un siglo, en la historia olvidada de una década apenas fuera de la memoria viva, encontramos caminos hacia un lugar mejor. La respuesta a cómo terminará todo esto depende de experimentos que apenas hemos comenzado a poner en marcha.
The New York Times